Se estrecha a cada paso el camino
que va a dar a la noche y se hunde la mirada
en una niebla de maleza y barro. Todo pesa, hiede,
es un rencor manso que inunda cada entraña
y enciende la vacía luz que imprime en lo visible
la ceguera: es ella, eres tú, una flor de prisa y miedo
abierta a un abismo de silencio y zarzas. Mira, mas no se ve
la destrucción del ver, el desbordamiento de lo pálido
o lo difuso, la esbelta opacidad de una lumbre de sueros,
el persistir de lo destruido, la flor de todo lo gastado, luz
de lo inexistente que ha de mantenerse encendida en la más
angosta de sus oscuridades. Así, como persiste la fe
del animal ciego que escarba hacia el fondo inexpugnable
movido por la confusión de sus propios movimientos. Así
podemos ya celebrar las formas que endurecen nuestros ojos,
la palabra en su tardanza, la soledad y el camino
flanqueado por árboles ausentes. Su ausencia es ya promesa,
ya semilla, ya bosque, ya bruma verde sin el escozor
agrietado y frío de tanta intemperie, sin la mano entumecida,
ni la desgracia, ni el mal aviso, ni el rito del despertar dañino
en los descampados. Viva soledad de todo con todo, viva
como esparce el tiempo las formas tenaces, viva
como el círculo que se hace nido, torre el cuadrado. Llena de vida
tan hasta el fin que una rabia insensata e ingenua
anida y se aposenta por igual en la palabra y el silencio.
Y son verdades ya solamente terrestres las que dan
a la voz su ahogado respirar, su remanso, su presencia
y vecindad. Un tú, un ritmo, un vendaval. Nada. Un rombo de luz,
una franja de niebla, un grito, y luego poco a poco y fijamente
el mal augurio, misma voz ahogada entre risas, quizás aplausos.
Ese vacío es el centro de un temblor y da paso a otra sombra,
a un ayuno, a un eco en un aire donde no hay ya permanencia
ni avance. Y ahí, cuando todo amanece y la vida estorba,
su resonancia es nuevamente materia, canto todavía, tanto silencio,
lodo en el que se hunde lentamente un carro de fiebre y sueño.

Algo piensa desde siempre. Y sin recordar entiende
que no hay otra esencia que la de prescindirse cayendo
en sucesivas aguas, en una claridad sin fondo
cuyo vértigo de ojos cerrados y manos vacías
es solo una antesala, un augurio que sin cumplirse
es también el eterno fracaso de una muerte invencible
y minuciosa. Y si en la noche no se calman ya estas ansias,
si en la verdad no hay ya una forma de esperanza,
será que aún no existen voces puras. Si en todo está la muerte
será que aún no está en nada, que es un rumor perdido, simple
paciencia que se derrama. Así la profundidad oculta el fondo,
pues no hay nada tan hondo ni nada fuerte, nada,
no hay ley que contenga para siempre el abismo, ni muro
que contenga tanta desaparición, tanto ser en desbandada.

No hay catedral portentosa ni cuarto humilde, no huella
de la luz ni aire respirable. La verdad, mentira de sí misma,
aún duerme. Desnudez del sentido sin consciencia. Eco
de la mirada eterna por la que vuelve todo a sí
y que es el rito incombustible de hacer propio lo exterior
y lo insondable: propiedad, frontera que todo lo absorbe y todo lo ocupa
y que aún desaparece como esos torrentes huérfanos que fluyen tercos
y sentenciosos, siempre por el mismo lecho, hacia el vacío.