Hemos aprendido tanto a vivir que ya nunca más el arte puede expresar la vida. Hoy por fin el arte es más que nunca, para nosotros, una cosa del pasado. Más que nunca y para siempre. Débil será en nosotros el eco de lo que vivimos y aprendimos a través de las formas. Hoy la vida ya va en serio y nada de ella depende ya de los signos ni de los símbolos. Las formas y las palabras ya solo son el testimonio de una ausencia. La ausencia de los que las abandonan, la ausencia de los que siguen en ellas.

El arte sirve de apoyo cuando la vida es escasa. Cuando a nuestro alrededor la belleza, el canto y la serenidad se dan de modo condicional y fragmentario. Dividimos la vida en experiencias cuando no logramos dar a la vida en cada instante el carácter de la revelación y del misterio. El arte nos confesó lo que el mundo ocultaba. Lo que ocultaba, pero también predecía. Era una manifestación secreta, casi clandestina, una revelación inexplicable para quienes no la vivían. Pero hoy el arte es lo contrario. Es la vida pálida de quienes niegan con sus actos la realidad de la vida. Una vida que está ahí sin necesidad de mediaciones. Ahí, de forma tan clandestina como lo fue el arte en su momento, pero desbordándose por todos los lados.

El fin del arte no es algo nuevo, ni la reflexión sobre las razones e implicaciones que dicho fin adquiere en nuestra época. Entrar en los detalles no es más que decir lo sabido. Lo nuevo es que hoy, por primera vez en la historia, la vida ha prendido y subsiste por sí misma, no hay que alimentarla con imágenes débiles de lo que puede o debe vivirse. Eso no es una moda ni un estado cultural que afecta al trabajo de los pintores o los poetas. Es un evento cósmico, un capítulo más en la evolución de la vida que no necesita cuerpos ni imágenes. Solo hay que dejarse llevar por el signo de los tiempos, evitar la cómoda tentación de revivir las formas con la ilusión de revivir la vida antigua. No hay raíz que nos nos deje de perfil o de espaldas en el presente. Solo hay un tronco, un tronco más negro y vivo que nunca que no admite actos de adscripción ni demostraciones de fuerza. Es una columna de vida gloriosa que emerge entre las formas haciéndolas temblar por última vez.