Hay comida en el plato y un fuego exhausto. Y un ataúd
de cristal. Rómpelo. Rómpelo. Hunde tus manos en esa arena
de huesos y serán raíces por las que asciende la vida
de los muertos. Sabemos que nos matan, que nos roban,
y dejamos que se sientan bien dándonos cosas. Acaso
pretendemos provocar su demencia. Nuestra alegría
les ofusca, les hace robarnos más y aquí llegan, de nuevo
con sus rostros desencajados. Al borde del ridículo,
les ofrecemos un gran coro de carcajadas. Nos roban,
unos trabajamos en la cantera, otros en la gravera. Unos conducen
camiones de arena. Otros pesan las piedras. Comen como bestias
frente a sus hijos y celebran sus triunfos. Han aprendido a vivir
irónicamente y levantan templos sin puertas en los que inyectan
chorros de monedas. Y al verlo sentimos que nuestros ojos
se salen, pulposos, enrojecidos, solo vernos nos hace reír.
Trabajar, trabajar, trabajar. Dicen amar lo que odian
porque el amor es un medio tanto como como la caridad
un trabajo social, una tarea programada. Hemos aprendido a vivir
siendo premeditadamente sociales, como premeditadamente
nos abrazamos y en nuestra extraña prisa aún siempre
se asienta un temblor de voz, un resto primordial,
un grito en la sombra. Pero de vez en cuando la tarde se acorta,
y corre un velo sobre los días pardos del pasado, dibuja
una frontera hacia dentro y una frontera hacia fuera. Dos límites
maldicen la lluvia que no disuelve, la niebla que no ciega,
el aire que no ahoga y el ruido en el que se hunden
estas palabras que sobran hurtando la frondosidad mutua
a las manos que se estrechan. Cae un objeto-alma,
y ya ni la levedad reina en la urgencia de lo que todavía lucha
por convertirse en leyenda.