Habíamos llegado a la conclusión de que la verdad pesa. Que su peso es real y podría calcularse matemáticamente si tuviésemos la capacidad de encontrar esos cuerpos sólidos oscuros que la irradian. Como cascabeles de Magritte la irradian, como perlas ultrafísicas, aleaciones de pura pesadumbre. Vemos los cielos encapotados, y una observación detenida nos lleva a pensar en una especie de antiéter, un elemento sutil que, sin embargo tiene un peso absoluto. El tren se dobla. Estuvimos de acuerdo de una manera que se desintegró el deseo de los cuerpos y de las palabras. Nuestra separación no surgió de un desencuentro, sino de lo contrario. Puede decirse que ambos entendimos al mismo tiempo la secundariedad del amor respecto a los resortes brutales de la existencia. Pensamos que no hay diálogo genuinamente enriquecedor, que tras recorrer juntos un camino los seres humanos deben separarse. La compañía solo nos muestra la realidad de la soledad última en la que todos en el fondo nos encontramos. El juego de disimularla nos convierte en marionetas. Solamente en soledad nuestra vida se convierte en oración. Lo podemos decir todo y nunca llegaremos a pronunciar una sola palabra sagrada. Ese es el último sentido de la cábala. La contemplación de todo lo pronunciable forma un cuerpo. No hay que hacer un esfuerzo interpretativo, cada palabra solo tiene sentido en el horizonte de todo lo pronunciable para descubrirnos el vacío de significado que se mantiene constante bajo la voz. Por eso se dice que hay que perder la palabra en el camino de la nada. Perderla pronunciándola, perderla escribiéndola. Entender el significado de un texto es entender el mensaje que se abandona, que queda atrás. Esa es la única manera de entender la teurgia. Solo así seremos capaces de penetrar el sentido de himnos como los de Proclo. No se trata de entender la adoración, un himno nunca es sustituto de una ofrenda (de hecho una ofrenda no puede ser entendida como un mero regalo que desencadena una acción ‘restitutiva’ por parte del dios). El himno no se dirige al dios sino que lo manifiesta. Pero no se manifiesta mediante el sentido interno de las palabras, sino el sentido pasado, el sentido que se desvanece en el momento en que se desvanece. «Convirtámonos en fuego», para concluir con «y nunca fluyamos como corriente profunda del olvido» [HE:89]

Hay dos formas de entender las palabras. Una nos dirige hacia el ideal de la oración constante, que se sostiene sobre el supuesto del carácter mediador del lenguaje. En una concepción compositiva, aditiva, basada en la esperanza de encontrar unas palabras que, repetidas o pronunciadas en el momento adecuado nos sitúen en el plano deseado respecto a la divinidad. Un caso reducido de este enfoque lo tenemos en la sílaba Om. Ya no son las palabras, sino la sonoridad misma en una especie de mística de la respiración. La segunda forma responde a la lógica inversa. La palabra no añade, no debemos encontrar la adecuada (o las adecuadas) y llevarla con nosotros. La palabra debe abandonarse. Y el acto de abandonar las palabras debe entenderse como una forma del modelar o esculpir el silencio. Las palabras son fragmentos desprendidos a golpe de cincel y martillo. Residuos que provienen de un silencio al que se va dando forma. Ese silencio es la clave. Por eso no debemos aprenderlas, al contrario, hay que dejarlas ir. Hay que valorarlas por el modo en que nos devuelven a esos lugares sin palabras, esos estados al margen del lenguaje en los que, sin embargo, se manifiesta la realidad plena de un alma. Las palabras solo son de ayuda en la medida que el alma no está formada. En términos prácticos esa es una de las razones por las que nunca aprenderé ni leeré en alto las mías. Es evidente que esto choca con la concepción anterior y, más en general, con el extendido supuesto económico que entiende la ‘producción’ de palabras como algo similar a la producción de cualquier mercancía de consumo.