Luz, luz única, horizonte y cielo de luz dado
como un caudal inapresable de almas que no distingo.
Luz, rehén invisible de tus ojos, luz
que oscurece las noches más despiertas.
Ante tanta vida estoy muerto como las rocas
y pocas veces se habla del aire que nos respira,
ese aire común que todos los aires
comparten. Y que es el aire que abarrota
lo más despoblado.
En cada una de tus formas hay un temblor
que desconfía de los ojos ajenos. Algo que permanece
ajeno a toda percepción. Y así
es puro… ¿pero por qué hay una temperatura
en la que todo es fuego y todo se mezcla
tan pronto como se acerca a su ser?
Porque en las terrazas de Tebas
aún falta el grito que nombró
a ciertos faisanes, a ciertas selvas,
y a los modos distinguidos de entender
las causas perversas. Así reza
la mansa locura de lo que brota a destiempo.
Y aún en estos llanos
falta el nombre que designa
el imperio soberano de las cumbres
que riegan las mansas laderas,
y la mezcla de porosidad y de fuerza
que alumbra estas noches enteras.
Falta la palabra que nombra
la dichosa filtración en todas tus células
la infinita salud de tu mirada, la frondosa
espesura de la paciencia que cubre
este manto de fuego. Pues
cuando no prenden los esquejes
si las eras inundadas amenazan nuestras calles
quizás es tiempo de nadar por ellas.
Porque entre los hechos ya hay una voz.
Luz inservible. Tú ya sabías vivir,
aunque hoy sea el primer día
en que te das cuenta.
Ya solo falta en el mundo
la contemplación de tu alma.
Cuando alguien sea atravesado por esa visión
todo cambiará de repente. Pero ahora
el rehén ya es conocido y ya no voy a entender
cada una de tus entrañas
como una floración inevitable,
como un jardín irremediable y perpetuo.
No es el ser lo que conserva
la belleza intacta que nos une,
pero en cada instante debemos decidir
si existimos unidos al todo
o al origen. Brutal y escueta,
esa belleza es como una revolución
que no triunfa ni fracasa. Por eso
carecen aún de nombre
las puertas de la eternidad.