Todo termina abrazando su primera esperanza
pues todo es fugaz cuando su tiempo acaba,
cuando los ojos y las manos son los asuntos menores
de una tarea siempre incompleta. Joyas
de carne habitables que en el campo de la verdad
no son sino tenues susurros, porque nunca
se percibe bien lo que se fue agotando
día a día con la paulatina dejadez de la demora
de lo que tarda y al final nunca llega. Lo posible
en la vida son las posibilidades de unas piedras
doblegadas por un pensamiento doblegado
por esas mismas piedras rendidas. Todo
se arrodilla así ante todo. Dios ante el mundo,
el mundo ante Dios. Todo es una derrota circular
que se abre como una flor y todo termina
sintiendo la agonía de su propio viaje interminable.

Por una red de túneles malolientes.

Pero a esta orilla, en este lado de las cosas
es donde descansa intacta la música, quieta,
y hay algo que no es silencio ni es ruido.

Todo eso ha sido creado para tu mente y por tu mente
como un resplandor sudado por una médula correosa
y es un río de resina o un cubo de alquitrán
que aún hierve. Es la carne de las cuevas,
y la sudorosa ostentación caliza de los nombres
más persistentes. Son las grandes inundaciones,
las grandes nevadas, todas siguiendo los designios
de sus íntimas disciplinas. Es todo lo que en su delicada
potencia rinde y compensa. Es lo que vives y te vive.

Pero todo viene en fila, paga su precio y se lleva
el latido del recuerdo y la paz del olvido. Todo escucha
a cambio de algo, atento, la liturgia oculta de tus nuevos
pasos. Aunque sean

golpes de piedras para una mermada población de esclavos.

Han pasado ya muchos años. Vienes con tus nuevas ropas,
que ya son las más ciertas de las nuevas verdades. Son
las nuevas señales de los otros mundos, las nuevas
realidades que están a la vez en la libertad y en un cauce.
En todos los cauces. En todos los cauces y en todas
las libertades de tu sutil omnipresencia. Todas
presentes como una nube de imágenes que se respira toda.

Aquí está mi primera esperanza, como un vergel
de hiedras en un patio pequeño. Como una fuga
de palabras sin rumbo en las que me adormezco.