Cruzaremos un río para encontrar
el campo de la dignidad. Allí verás
a quienes ven directamente la vida
y apartarás tus ojos de ellos
y verás también directamente la vida
y luego también a ellos a través de la vida,
iluminados por la vida.
Allí no sufrirás ya las palabras, pero el lenguaje
aún será como un pájaro de hormigón. Pero
también bailaremos al atardecer alrededor
de la hoguera de los idiomas,
como niños. Y de noche,
ya desprovisto todo de voz, ya comprendido
el mundo, velarás sin esperar la madrugada
las urces, las jaras y los tomillos.
Sostén con esas manos
el peso de este deseo de plomo, este rigor
que desprecias, pero que es un techo que aún cubre tu techo,
protegiéndolo. Esto también es vida. Y aunque llegue
el tiempo de detectar secos astros de energías negras,
aunque tengáis que arrojar vuestra alegría al abismo
de lo disperso, ahí estará, como una nueva verdad
sigilosa que te muestra que los fragmentos
aún son un alma entera.
Vivo todavía. Pero por qué tengo sed si he bebido,
por qué tengo miedo si conseguí amar. Qué me falta
si veo en todo una gran esencia. Por qué
es posible esta plenitud sin corazón
que ni siquiera se pierde. Esta anomalía
que me hace sentir lo que perdiste por amar en serio.
Las imágenes son los pétalos
de una fiebre efímera. Y las promesas parecen
cada vez menos cumplidas.
Nos preguntamos por qué entre tanta muerte
no caminamos aún juntos. Lo dice el eco:
la vida durará tanto como esa oración de pasos
que aún espera tu alma. Ya no hay palabras.
Algo se rompió en la cadena de antepasados,
en algún páramo se desbordó
el río de la materia.
Pero quizás desde hoy hay ya
una nueva forma de amar. Un nuevo mundo. Escupe
ahí, oye cómo retumba toda la sangre, ahora
tu cuerpo es ya una catedral. Ódiame. Jamás llamaré
ya a nadie por su nombre.
La vida de ayer no fue mas que un triste jardín
de neuronas aisladas.
Volverá a ser la unión el signo supremo. Cae
una cortina de lluvia en las orillas
de este río silencioso.