Se puede atar de nuevo el tiempo
dejando a un lado las palabras, soltar
el peso de los triunfos vacíos y evitar la sombra
de los seres cansados que aparentan méritos.

Al sacar de cuajo el aguijón de las sectas
baja una niebla de telas y de ropas
pronto sobre el lugar nítido de las selvas de sal,
de los sudores. Ya no se ve la muerte en las voces
sino la voz en la muerte. Ese es el camino
por el que todo viene, el misterioso sendero
de lo que no desaparece. Ahí flotan fibras microscópicas como
flecos de abrazos inmateriales, dorados. Como el eco de flores
desde el que canta sin precio en los mercados
la voz de las monedas.

Restos de piedras de los antiguos lavaderos.

Ropa rota.

Ahí está todo, todo rezuma,
hay una desnudez perdida en los principios
de una una materia que se acuña
al modo de la fuerza estancada. Eco de yodo,
ritmo de algas como la flor de un naufragio.

Se ha formado el tiempo en tu alma,
en esas ganas de compartir la nada,
en ese vacío que quiere expresarse.

Como un lento presagio que convoca
hacia su ser la fuerza de la inocencia
en el cumplimiento de la belleza que se intuye
siempre de fondo.

Esto es, por fin, un acto de bienvenida.

Es una riada de miel. Un delirio
de azotes dulces y templados
que derrochan las distancias
cuando hay cierto amor que nunca se pierde,
cuando el amor mismo sana su pérdida
y todas las demás pérdidas. Ya sabes
cómo la lacra del pan sirve al hambre,
que se acercan al alma preñada de libertad
y huelen su perfume las grandes bestias. No temas,
si hay un Dios que decreta tu muerte
toda la realidad vendrá a salvarte.

Veo que se sostienen en el aire
las flores de cerezo que agitas
en mi despedida. Vienen
de una tierra más fecunda
que mi alma. Son las dobles fuentes las que ahogan
la mirada aunque sacien tu sed
pues hacia un lado aún persiste esa vertiente

y hacia otro lado esa región que te conoce
como un ser, como un remanso donde habita
minuciosamente predicho el destino
de todo lo que soñamos amar.