Mil enormes camellos de piel de gavanza y pelo color violeta
iban cargados con dulces tan raros que nadie conocía su receta. — Fuzûlî

Se duerme una vez al día siguiendo
el viejo ritmo de las noches terrestres,
un giro que con una velocidad exacta transmite
las palpitaciones ancestrales por las que coinciden los tiempos
de una tierra negra y de un fuego imbatible que moldean
las figuras abstractas de los años, las crines del caballo
o la cola del cetáceo cuyos aleteos silenciosos
descubren entre los rizos del agua
un palacio de oxígenos puros. El sueño regular
es la ceguera regular que dulcifica unas mentes
siempre acorraladas, algo que como una purificación de
asfixias sube a trenes puntuales que llegan
a estaciones construidas sobre catedrales de distancias. Voces
en las hebras de luz que florecen como la raíz de nexos antiguos
y brutales. Porque en este oasis de vida el cuerpo halla reposo
en la exactitud de una sola de sus formas. Y esa limitación
no es un coincidencia, es un camino ancestral
en el que se derrite la naturaleza rigurosa del espacio
hasta el borde mismo del ser dos en uno. Las palabras que desprecias
son la catedral de un alma, la tumba vacía en la que cae lentamente
un ángel que frente a tal profanación unta con betún
tus huesos. Broza negra, abrojo calcinado, sal incandescente
de los años bruñidos con el sol que sobrevive
intacto en cada aroma. No te confíes. Allí cada curación
es también una muerte. Cada encuentro una despedida. Y esta es
la región de tu alegría. Inmóvil faro de la noche. De la alegría
que solo puede compartirse con el ser cuya ausencia
te duele. Tiempo. Hasta que la lluvia no sea alegría ni fecundidad,
ni la paciencia íntima de las cosas de la casa. Nada. El aire
no te ofrece un beneficio, pero tampoco es ya
una pérdida. Lo que llueve no altera el póstumo equilibrio
de los elegidos en el esquema de la creación. La casa del ser
siempre medio llena, medio vacía. Y viejas marcas de goterones tercos
desvelan un mundo de exudaciones y filtraciones rastreables
hasta esa lentitud sin memoria de la elevación de las estalagmitas
que olvida a la par lo subterráneo y lo invisible. Así aún se oxidan
las tuberías de los viejos hospitales de tuberculosos, así
como los siglos se aceleran en cada corazón, uno de fuego,
otro de piedra, tiempo cada cual con su hambre porque eso es la luz
de la lumbre de las brasas. Una columna sobre otra columna,
firmemente ancladas. Hoy que la fuerza no es el deseo, sino el ojo
de la fuente del deseo, el tronco inmóvil del árbol de la felicidad.
Unos ven máscaras al ver el alma y otros almas al ver las máscaras,
y ya no están aquí. Porque esas gentes crían hijos débiles
y sus imperios atraviesan largos valles de decadencia
hasta que mueren los nietos de sus nietos. La belleza
se posee, no es una canción, no es un vuelo, no es una
danza. Son los himnos de los grandes almacenes,
las tumbas egipcias de los días tristes,
qué extraña mezcla de ajuares malditos y desvanes
como grandes úteros amueblados a los que regresan
esos grandes amantes que descubren
la absurda lógica de sus conquistas.

Sobrevivirás como una rosa
cuya raíz espera una belleza
más difusa, más innombrable
y más avasalladora que el dulce
terror de sus pétalos. Más alegre
que la dispersión eficaz de sus semillas.
Percibirás un mundo diferente
donde la realidad termine siendo
un resto indescriptiblemente humano
hacia la vida. Donde los ángulos malditos
se inclinen sobre los espejos de lo invisible
la noche se diluirá como la somnolencia
boreal de un deseo inconcreto. Como la niebla
de ceniza de una luz
jamás amable de volver. Jamás perdida
en la debilidad que se presenta. Jamás, porque el dolor ya entiende
las frías costumbres de estas sombras. Allí donde el ángel de la vida
desea ser un rastro, allí donde el caballo
resbala. Ahora me dirijo. Adónde. Este resplandor se apaga
hacia la caducidad de estar completos, y una feroz valentía infantil
desentierra viejas huellas hundidas entre los arcanos
del charco y del barro. No es el espíritu de la tierra
sino las profundas capas tectónicas de la percepción,
emanaciones sutiles de la paciencia, gracia por la que los ojos buscan
semillas entre las hojas, incansablemente, buscan hasta que encuentran
ojos entre las hojas. Donde las cosas se eleven
como si toda la realidad brotase como un árbol infinito. Gran
mirada de miradas de miradas. Grandes abrazos de luz que coagulan
como gigantes estanques de paz
sobre una nube de luz memoriosa. Se sienten,
pero no se entienden. Lo que te dije donde la rosa domina
con su esperanza y con su olor. Donde se decide.

Poco sirve la imaginación ni la confidencia incompleta
del deseo roto. No pertenecemos al círculo
de las palabras. No se produce la desnudez
cerca del río, sino que surge como lo caminado y como
lo visto. Como el desmontaje de una gran carpa
en el centro de una pradera. Como se lanzan
las jabalinas en los juegos nocturnos del rechazo,
como perros ante el injusto desear del raro,
allí donde no sirven las torpes ecuaciones del deseo.
Baja capa de tierra donde habita lo infundado,
cama dulce de nuestras rodillas, ya entendemos
que lo que está en juego no es la felicidad, tan ridícula,
sino el mismo sentido metafísico del mundo. No una reputación
sino la esencia que se pierde cuando dentro de uno
florece siempre lo previsto. En el recuento de los círculos cerrados,
de los abrazos dados. Siempre un número exacto,
tan exacto que nadie sabe lo que encontraron
los que encontraron algo.

Sobre lo de compensarlo con muestras de afecto
en público no diremos nada. Eso representa la decisión
que comprometió una unión definitiva. El día a día
quizás es una gran capacidad del corazón. Como la niebla
en las colinas de la luz. Brumas cordiales
sobre las que se alza cada trozo de tiempo
como un grito de alegría y desesperación. Solo así
la vida es un regalo. Quizás encontraron
la duración exacta de los días entre coágulos de noche
en un tanque de aislamiento sensorial. Como plomo vivo que flota
entre quebradizas temperaturas formadas por láminas finas
de sol y de viento.