Nunca se llega a conocer. De repente en el mundo
nada expresa lo que amas, todo se rodea del aire
en el que se vive el ruido. Mutaciones de quienes pierden
su fuerza de atracción en la fragilidad
del hacerse acompañar. Su urgencia última es ya
un derecho ganado ante la muerte: en las horas
y en los estados en los que cualquier cuerpo vale
la belleza que cae en el precipicio de una edad desconoce
lo que de verdad se va con los días. Quién consuela
a los que vienen por el mismo camino sin saber
lo mala que es la fuerza sin paciencia. O madrugar
para ver un cuerpo dormido a tu lado sin entender
la razón por la que solo vemos las flores
como firmas inquebrantables de luz que persisten
consumiéndose, fieles a su esencia. Despertar
para encontrar unas manos fieles en el mismo sitio, ver
el mismo cuerpo en el mismo lugar, con su misma fuerza
y sus mismos dolores. Única realidad, verdad eterna,
única permanencia. Si quedase alguna tardanza favorable
las tozudas soledades serían iglesias solemnes. Nadie
abre sus puertas, nadie lleva a nadie de la mano anunciando
cada paso con su voz perpetua. Nadie desciende del encuentro
y nuestro ancestro son unas torpes masas de tiempo
cuya dulzura incauta aún baja como una niebla vespertina,
como un rigor sin provecho que muerde con rabia
todas las leyes y todos los juramentos.