Me extraña hablar del tiempo como si en cada momento
todo existiese de repente. Ignoro lo que falla en su lucha
por alejarse de la nada. Ignoro la nada, el vacío y la muerte
que se infiltran imperceptiblemente en el tejido poroso
de las horas que pasan. Mirar de frente al mundo es verlo todo
y carezco de paciencia, parece que prefiero aguantar la desdicha
que ronda la vida hundida en las sombras inconscientes
de las verdades relativas. Mis palabras brotan del bochorno
y mi corazón late tan enlutado que sus nervios más gráciles
han perdido el hábito de enredarse entre ellos como la yedra
alrededor de ese árbol cuyas raíces rindieron
todas sus íntimas pleitesías a la humedad de las lluvias
torrenciales. Vivir es poco comparado con todo lo que está
más allá de la vida. Contar el tiempo es despreciar
la profunda verdad de lo que no cambia. Es ignorar lo eterno
que albergan todas las cosas. Medir el tiempo es negar
que nada muere y me extraña hablar de las horas
como si nunca fuésemos a dejar de vernos. Me extraña
hablar de los días como si no doliese el destierro.