I.
No se trata de pintura. Ni de la obra ni del acto de pintar. La sabiduría emerge de una presencia constante. Solo es posible llegar a esa presencia a través de un esfuerzo sobrehumano: uno tiene que atravesar lo que ve, fundirse con el tema, con la forma y con la materia. Uno debe de habitar de forma simultánea el universo, la mirada y la mano del artista, entender que ese triángulo equivale a cierto paradigma, que es como un teorema que se proyecta sobre cada momento de cada vida. Si eso no se produce es que algo falla. Si eso no se advierte cargado de presencia es que algo falla. Ese triángulo no es más que el sistema de coordenadas que se deriva de la vida que se sabe expuesta a todo, consecuencia de todo. Esa forma estar expuesto uno mismo al todo no se reduce a un mero acto de ‘pasión’ o pasividad. La mirada no tiene como efecto primario desencadenar una reacción emocional ni definir un pathos. La mirada es un sistema poroso, una constelación de filtraciones que se expresan mediante una acción determinada. Si ese proceso se realiza en momentos concretos uno es artista. Si ese proceso se realiza de forma persistente uno vive como una cierta forma de santidad. En ambos casos lo crucial es la presencia, o más concretamente: la imposibilidad de distinguir la presencia del mundo y la presencia de la persona.
II.
Nos queremos parecer tanto a una imagen, creemos que es, por el simple hecho de haber sido creada, la representación de algo mágico. Y sin embargo no hay magia. No hay trasfondo. Las imágenes, las formas creadas, son como formas de la naturaleza, como las distintas formas de las piedras, de las plantas, los distintos paisajes. Lo único que las diferencia es la forma en la que surgen. No surgen de la mente, la imaginación es una facultad secundaria, algo que actúa de forma gregaria. La pregnancia de la imagen no es imagínica, es social. No se refiere a la mente, sino a los modos de interacción humana. La imagen representa una sola cosa: el poder. Del mismo modo que las rocas reflejan las leyes del cosmos es sus múltiples procesos y manifestaciones. Las imágenes representan los procesos del cosmos referidos a la más inmediata de sus leyes, la del poder humano. La cuestión del poder y la de la imagen son una única y misma cuestión. [8.1.19.]
III.
«It is from zero, in zero, that the movement of beings begins»
— K. Malevich
Es la nada, la nada más carente y absoluta de todo, la nada más alejada de sí misma, la neutralidad tan definitiva que en vez de concebirse como espacio vacío es la ausencia de la fuerza que conserva ese estado. La nada en la que desaparece la razón para ser perpetuamente nada idéntica a sí misma hasta el punto de poder ser cosificada. Es necesario que dentro de ella se produzca algo terriblemente simple, algo que no la anula, sino que la consagra. La nada, el cero, es la medida por la cual lo nimio parece infinito. Es frente a la nada como la mínima contorsión de la misma se antoja infinita, y es hacia la misma nada como esa reverberación ocasional es capaz de adquirir infinitos matices, contener infinitos mundos. Ese es el significado del ser, el de gozar de su grado de infinitud no tanto en una escala de grandiosidad cósmica, sino medido por el baremo de la nada. Es por eso que lo que hay no es más que una imagen conforme a una ley innacsesible, porque es la ley de la contingencia, que está fuera de todo sistema de signos. La inversa sería también posible. Es un ser pleno, cuya plenitud polimorfa es la misma necesidad de ocupar todos los planos de existencia de forma tal que no está ubicado en ninguna parte, bajo ninguna forma o ninguna ley precisa. Esa plenitud acaba siendo tan indiferenciada como la nada. Una nada constante que es fruto del logro más perfecto de la plenitud. Si construimos esto entendemos por qué esa ley binaria en la que los opuestos no son sino una contradicción simultánea e indiferenciada. No hay opuestos, sino una paradoja innaccesible, una unidad absurda irrepresentable, impensable. El mundo es el resultado de la imposible recuperación del otro-yo.