I.
La extraña peculiaridad de los finales absurdos retuerce todos los significados. Un final absurdo puede anular cualquier rastro de sentido, puede desconfigurar todas las valoraciones, pervertir todas las tesis. El final absurdo suele surgir en una situación de crisis, y suele ser la confirmación, la culminación y la superación de la misma. El final absurdo acaba siendo tan serio como absurdo el drama que lo precede.
Un ejemplo paradigmático es el final de El último. No se nos muestra su muerte, sino un improbable giro del destino. Se explica claramente: el autor siente pena por el personaje y le concede un final diferente al esperado. Añade ficción a la ficción haciéndola más real y más absurda al mismo tiempo. Subraya su carácter artificial del relato del viejo al tiempo que convierte la historia en un paradigma universal que solamente somos capaces de afrontar gracias al final absurdo. El hombre nunca existió, el drama de su vejez fue una historia tan creíble como improbable. Aniquila lo que veíamos de hombre en él haciéndonos asumir como propia su falsa realidad. El absurdo hace que la película hable de nosotros. Al mismo tiempo, el cine deja de ser la ilusión de unos hechos y reconoce la miseria narrativa de la ficción. Todo ello circula alrededor de una premisa: se nos evita ver son las imágenes de la muerte del hombre, que nos afecta a todos al no afectar a nadie. Y esa muerte debe contestarse con el absurdo.
II.
Abandonar una ciudad es lo más similar al abandono del mundo. Por eso, dejar una ciudad puede ser algo tan cercano a la muerte que no hay modo de afrontar esa distancia que no conlleve cierta carga paradójica y cierta predisposición al absurdo. Ese absurdo es a veces meramente ridículo, a veces también el único fuego ético: lo que nos permite aprender a ver las cosas como si estuviéramos muertos.
Fue una de las últimas exposiciones que vi en Londres. En aquel momento me interesaba el punto de rabia nihilista, el grito chamánico de las obras de Ekblad. Quizás supuse que encontraría el brillo arcaico de la muerte. Pero no fue así. No supe qué pensar. Cuando una tragedia concluye de forma cómica no se suaviza nada, simplemente es que la catástrofe ha llegado a un punto tal que da igual mostrar eso que mostrar cualquier otra cosa. Una de las pinturas me transmitió esa carga de absurda prolongación. La estética scavenger acababa de reducirse a una feria plasticolor en la que se mezcla el logotipo de London Recordings con jarrones de Murano.
III.
Lo que recuerdo de Murano es poco. En parte la falta de tiempo. Recuerdo en cementerio de San Michele. La ironía del destino es que había ido a Venecia para olvidar a alguien. ¿Dónde iré esta vez? Para olvidar a alguien uno debe aprender a amar más [1]. Dejar las formas anteriores de cariño como rudimentos bastardos. Las urnas de Ekblad contienen cierta memoria de restos mortales. No esos colores patéticos que hacían patético salir de nuevo a Museum St., patético a mí, a todos los años que separaban ese momento del viaje a Murano.
IV.
No he sido capaz que nadie entienda lo que he echado de menos. Lo que marca el contorno del desastre es que en la múltiple superposición de diferentes capas de desgracia nada se entiende. La empatía funciona cuando cada situación difícil se presenta sola y aislada del resto de dificultades. Eso es lo que permite que la imaginación de los demás funcione. En caso contrario el esquema de lo compartible se hunde por su complejidad y su peso. Ningún ser humano debe narrar algo que a otro le pueda hacer enloquecer. Quien rompe ese pacto tácito se sitúa al borde de otro tabú, el de hacer de la desgracia y del pasado un signo de distinción. No necesita aguantar, no necesita luchar por la felicidad. Hay una paradoja venenosa que nadie soporta: abandonarse para resistir. Si hay algo en lo que cree nuestra sociedad es en el business as usual y en la posibilidad de superar las dificultades positivamente: en la desgracia uno debe reforzar su pacto con lo cotidiano, encontrar los puntos de agarre en las pequeñas cosas, soltar lastre, reconstruir, olvidar. Esa patraña es insoportable. Esa patraña es la culminación de lo absurdo.
V.
Una ciudad es como una catedral. Toda gran ciudad puede ser un acto de admiración inconsciente a un Dios desconocido. En ciertas ocasiones esa ciudad surge como un esfuerzo de creación colectivo. En otra surge como el despojo fractal que rodea las fuentes de una fuerza de gran intensidad. Si en Venecia la similitud entre los puentes sobre los canales y los arbotantes puede ser innecesaria, pero no completamente disparatada. Algo más habría que decir para ver esos arbotantes en las vías del metro, en los papeles de la calle, en la orilla de un río estúpido.
VI.
La ironía. Cuando se produce una catástrofe la propia catástrofe se devora a sí misma. Deja de haber consecuencias. No hay síntomas, no hay diagnóstico. Hay un trauma que borra todos los traumas. Ahí surge un mundo nuevo que solo conoce una dulce desorientación y una desidia. Y esa desidia se convierte en descanso. Y el descanso en amor. El cuadro de Ekblad es el envoltorio de plástico de un recuerdo, la imagen que modula la memoria cuando no se producen hechos. No un filtro, sino una distorsión que deja intacto el pasado. Eso es lo que permite conservar el pasado al mismo tiempo que uno se adentre en el conocimiento de la muerte, de la pérdida. El conocimiento de lo que la gente pacta no conocer. Mirad hacia otro lado.