No importan las cualidades hegemónicas, sino la subversión de la hegemonía que genera microclimas cuya interacción es caótica. Pero la energía de las vanguardias caóticas es siempre puntual, hasta el punto que puede decirse que no existe más allá de los azares del entusiasmo compartido. El problema es que ese entusiasmo cae por los suelos cuando deja de ser espontáneo y se nos revela como el empuje de una experiencia programada. Como, en el mejor de los casos, cierta automatización de la heterogeneidad que genera efectos imprevistos, formas emergentes cuya diversidad da lugar a un espectro de posibilidades marcadas por el signo de la contingencia. Dicha ‘generatividad’ estética se convierte en el más alto simulacro de vida para quienes comparten la intensidad de unos actos de percepción aleatoria. Y, como si se tratase de un rastro de migas o piedrecitas dejado allí por alguien que sabe lo que quiere, del caos de sensaciones se pasa al caos del consumo. Ambos son equivalentes de modo tal que cuando algo surge aparentemente dotado de sentido llega ya siempre acompañado de su paréntesis, de su matiz, de sus modulaciones circunstanciales, de sus grados de literalidad, de profundidad y de ironía. La intensidad vital hoy viene marcada por el escepticismo ante la vida y el propio descrédito de la misma. Vivir es agotar algo que nos conduce a la hipótesis oculta de partida: que el absurdo es la marca del mundo vital de la inmanencia. Cada símbolo tiene todos los registros, esa polisemia lúdica es el cenit de un universo de significaciones cambiantes en las que cada signo lo expresa todo, pero un ‘todo’ disminuido, agotado, diezmado por el escepticismo material de nuestra naturaleza biológica. Decir que el arte es cada vez más una ‘experiencia’ es decir que es cada vez algo más biológico. Una serie de sensaciones puntuales, una excitación atípica de la sensibilidad. Pero mientras el desarrollo de estilos perceptivos forme parte de un sistema de propietarios que exigen la delimitación fáctica de obras y autores nuestra biología seguirá siendo un instrumento de gestión biopolítico. Si el arte se dedica a marcar el campo de lo vivible, ingenuos son quienes crean que el hecho de romper unos rediles no significa el levantamiento de otros. Ese es el gran logro de las vanguardias en el siglo XX. Proponer, dentro de un sistema social que estaba reconfigurando las formas de disciplina a muchos niveles, que la apartura de un playground estético es la condición esencial de todo sistema de poder. El problema es que la gestión estética a priori no disciplinaria no se convierte en una forma de vida.
Nuestra capacidad de lectura es tan flexible que, si llevamos la lógica del arte al extremo, solamente nos haría falta una obra de arte cuya interpretación podríamos ir cambiando cada día. Pero esa obra caleióscópica puede transmitirnos tantos significados como nuestra pericia pueda provocar dista mucho de ser una obra ‘relativista’. En el relativismo que nos hace vivir bajo el reinado de una ambigüedad radical no hay polisemia, sino mentalidades hiperproductivas, dispositivos intensivos de generación de sentido constante. El significado opera siempre en el mismo plano. Hay, pues, una forma de producción que genera imágenes equivalentes, multiplicidad que elimina la profundidad. Es pues la lógica de un pluralismo basado en el rechazo, la negación, un pluralismo en el que la censura es una forma de producción.
La destrucción documentada genera un aura inconfundible. Cada trozo de discurso añadido es una suma en ese maremágnum de desplazamientos y de arrastres. Ahora la imagen mueve la palabra, ahora la palabra mueve la imagen. Sobre el escenario aparece una fuerza proteica que adopta tantas formas como parámetros de recepción puedan promoverse, proveerse, postularse. La lógica de la experiencia múltiple obliga a que las imágenes y las experiencias sean de usar y tirar. Queremos vivirlo todo como si fuese la primera vez. Como si el mundo abriese ante nosotros un sinfín de oportunidades nuevas cada día. Nuestra manera de entusiasmarnos nos pide que metamos las experiencias pasadas en un baúl de imágenes, que las rechacemos como partes constitutivas del presente hasta que sea preciso realizar un ejercicio de memoria historiográfica: estuve ahí, sentí eso, estoy ubicado en unas coordenadas socioculturales. El rechazo es una forma de aceptación en un sistema de fuerzas que todo lo recicla mediante el ejercicio de una memoria forense. La experiencia convertida en prueba de vida se ejerce constantemente en un mundo en el que reducimos la vida a una capacidad social como otra cualquiera. Todo es una expansión, una exploración, una ampliación de lo vivible pero, sin embargo, la vida queda siempre donde estaba tras este juego de negociaciones. Cuanto más lejos están los límites del terreno de juego más absurdo es el movimiento dentro de unos límites que no fueron rotos desde la desenvoltura vida, sino desde la lógica de la dominación visual. Se rompe una disciplina visual por otra disciplina visual sin lógica. El arte es autónomo, no depende de la vida.
Cuando desaparecen los límites la disciplina es el juego de libertad en un campo sin límites. La reducción de la vida a un plano irreal en el que todo puede ocurrir sin problema. Toda la vida es vida asimilada, toda la vida puede realizarse en ese playground. Cuando los juegos no tienen límite comienzan a confundirse con la vida. Si vemos el cuadro de los juegos in fantiles de Pieter Bruegel encontramos 72 juegos de reglas simples. El caos es la lógica individual de cada juego dentro de un espacio colectivo que parece no haber sido aún vislumbrado. La libertad es el cambio de juego dentro de ese espacio vacío.
¿Qué pasa si sistematizamos esos juegos? ¿Qué ocurre si hacemos un juego más complejo que el propio espacio que nos rodea? La propia definición del espacio se convertiría en un lugar vacío entre juegos ultrarreales. Esa es nuestra tierra de nadie. La creación de espacios artificiales más reales que la vida misma.
Cualquier juego de poder no puede caer ya más que bajo el signo de la artificialidad. Quedan, sin embargo, esos puntos de fuga absolutos que el relativismo nos ofrece en su versión ‘construida’. Pero por mucha construcción o deconstrucción que se ejerza, la muerte, el amor, el tiempo, ejercen sus efectos de forma orientada. Son más fuertes que el discurso que extrae de los mismos matices y giros inesperados. La extinción del arte es un hecho histórico invisible. Porque de cada manifestación cultural siempre quedan vestigios que apuntan hacia un cierto modo de pervivencia. Pero mientras las formas de fondo permanecen hay corrimientos al nivel de la estructura o el sentido. El arte convertido en una moda seguida por masas de late adopters tiene una carga vital completamente diferente. Es un eco que se mantiene gracias a lo políticamente correcto y las dinámicas económicas que blindan cualquier fenómeno de difusión masiva. Pero el arte está muerto, no pertenece al pasado, sino que se diluye en capas ahistóricas de la cultura, pues la propia historia se ha convertido en un motor de delirio estético. La legitimación de la estética es estética, una defensa retórica de la retórica, en evento del evento. Solo nos queda volver al mismo hueco originario, a la cueva, al santuario en el que lo que se pone en común no es una imagen, sino el resto inexpresable de nuestra fragilidad más íntima.
A ese lugar en el que el poder no puede nada, porque lo único que está disponible es una vida que por sí misma no tiene ya otro valor que el vivirse. Lo sublime del arte es tan ridículo como el consumo suntuario cuando se pone en perspectiva cósmica. Si el misterio del arte es algo que todo el mundo comprende, ¿cómo puede seguir siendo un misterio? Mostrar signos de poder es arcaico, y arcaico será igualmente dar signos de inteligencia. Risible vanidad del mono desnudo que marca su terreno. Dejemos los espacios vacíos. Renunciemos a nuestras palabras. Recemos oraciones nuevas. Demostremos nuestra falta de poder, lleguemos a una racionalidad sin discurso. La unión de arte y vida ha fallado. Debemos renunciar al arte renunciando también a la vida, pero para salir al otro lado, a la otra vida, pera recuperar esa vocación humana que es la de ser seres de despedidas. El único proyecto posible es ese en el que se unen la búsqueda y la despedida. Bas Jan Ader lo vio con claridad.