Podemos preguntarnos qué es lo que uno desea cuando desea el paraíso. En el cuadro de Lucas Cranach los animales mantienen su calma ante el primer pecado. Si deseamos el paraíso en el fondo quizás lo que deseamos inconscientemente es nuestra peor equivocación.
La imagen de ese cuadro acabó en aquel cuaderno cuando aún era incapaz de entender el significado del paraíso. Es imposible imaginar el paraíso sin vivirlo. Y una vez que uno lo vive siempre queda cierta duda sobre la existencia de un paraíso mejor. La tentación no es la manzana. La tentación es el paraíso mismo. Ese mundo mejor que siempre parece oculto. La revelación que parece oculta detrás de una revelación. Poco significa ese orden en el que coinciden la paz de los animales y el amor de dos seres humanos. Pero en el momento en el que no se ha producido ninguna revelación los humanos amamos las imágenes. Tenerlas, compartirlas, como si ese misterio pudiese convertirse en un espacio común, en una forma de encuentro. Olvidé aquel cuaderno.
Lo olvidé como ahora he olvidado todo. Pensando que existen formas de recuerdo más potentes que la propia memoria. Un recuerdo se transforma en una postura extraña recurrente. En una palabra que usamos sin darnos cuenta. En una forma de mirar. Un recuerdo se descompone en otros muchos recuerdos. Un encuentro vale por una ciudad. Una ciudad vale por un castillo. Un castillo vale por una pinta en el O’Connors. Esa ciudad es la mitad de lo que soy y la otra mitad es el jardín que se veía desde nuestra casa en Londres. Allí estaba el cuaderno. Pero yo no lo recordaba. Y cuando lo recordaba jamás pensaba en el cuadro de Lucas Cranach. ¿Qué había sido aquello? Hay coincidencias cargadas de una terrible sensación premonitoria o mágica en la que se mezcla una sensación de poder e impotencia.
Comencé a dibujar el jardín durante los últimos días que pasé allí. Al abrir el cuaderno y ver esa imagen fue como ser atravesado por una fuerza arrasadora. Quien me conoce sabe que no vivo desde entonces. Aunque nadie sabe aún la historia. Había olvidado que esa imagen estaba allí. Aquel dibujo quedó sin terminar. Hoy no es más que un simple esbozo sobre un lienzo que nunca fue pintado. Había dos manzanos en el jardín. Era incapaz de imaginar el paraíso de otra manera. Coger las manzanas. ¿Árbol de la vida? ¿Árbol del conocimiento? Pensé en quitar la imagen del cuaderno. Ponerla detrás de la imagen pintada en el lienzo. ¿No era acaso ese el cuadro que quería pintar? Dejar allí el cuadro habría sido una mala idea. En algún lugar seguirá el cuaderno. Guardado en algún armario, como el esbozo incompleto. A veces pienso en ir al Courtauld, pararme delante de ese cuadro y mirar a los ojos a esa fuerza que me atravesó. Y ahora qué, diría. Quién tiene la última palabra.
Es imposible decir lo que es significa una ciudad. Puedes hacer unas cosas u otras, pero en ciertas ciudades lo último que importa es lo que hagas en ellas. Lo que te hace crecer no son tus logros personales, no son tus acciones, sino el simple hecho de estar allí. Son lugares que transmiten un cariño y unas formas de alegría y de esperanza a través de los restos de otros seres que compartieron esas mismas emociones inexpresables y decidieron dedicar su vida a las mismas, de forma callada e inconsciente. Escribí buena parte del siguiente texto en el tren yendo hacia el aeropuerto:
Cuando ocurre algo importante no es posible pensar en nada. El pensamiento ocurre solo cuando hay un margen de irrelevancia. Puede decirse que el pensamiento es, por naturaleza, irrelevancia. No porque dependa de cierto ocio o ausencia de trabajo, sino porque necesita librarse de lo que bloquea o acapara la atención. Necesita librarse de lo esencial. Si el pensamiento necesita espacios de irrelevancia cabe entender que la vida del filósofo debe ser, en consecuencia, la más irrelevante de las vidas. No podemos olvidarlo. La meditación apunta siempre de modo directo a un objeto concreto, pero de forma indirecta también a cierto aburrimiento, al margen de la irrelevancia en el que está destinado a encontrarse quien trabaja su pensamiento. Ese ser no se encuentra si no es dentro de ese margen. Es inevitable. Toda la reflexión que se dirija a un punto esencial no podrá dejar de estar marcada por la existencia de una forma u otra (pero siempre casi máxima) de irrelevancia. No soy capaz de pensar nada más en estos momentos.
Cualquier cosa que estuviese pensando no podía ser menos que irrelevante. Si uno no puede expresar con palabras todo lo que ha vivido menos puede, por lógica, expresar todo lo que en un preciso instante está dejando de vivir.
Aún recuerda el picaporte de la puerta. Las escaleras. La luz de las escaleras. Has sido lo suficientemente patético para estropearlo todo aún más el último día y aquí estás, marchándote solo para que conozcas el dolor de saber ya mismo lo que eres a partir de ahora.
Volví a pegar la imagen del cuadro de Lucas Cranach en el cuaderno. Y junto con aquel cuaderno devolvió también algunas fotos que se había llevado. Eran fotos en las que aparecía él. Recuerda aquella cena. Sostener la puerta del portal al salir y verla pasar. Recuerda lo que pensó en aquel momento. Hubo varias fotos que no devolvió. En una de ellas aparecía con dos de sus amigos. Le ridiculizaban. Incluso cuando reconoce merecer haber sido tratado de aquella manera no puede dejar de sentir un desprecio profundo por ellos, porque sabe que su corazón está más podrido que el suyo y que, sin embargo, ellos fueron más apreciados por ser como eran. En realidad, eso le hace sentir desprecio por el mundo. No le enorgullecen esos sentimientos, pero tampoco intenta evitarlos. Rompió esa foto, pero guarda el negativo en algún sito. Tampoco devolvió la foto de otra persona a la que sabe que no volverá a ver.
Hay efectos en cadena incontrolables. No volver a ver a nadie. Quien tome esa decisión siempre será mal visto. Eso es bueno a estas alturas. Quien tome esa decisión debe justificarla de la peor de las maneras posibles, pero sin mostrar ni amistad ni enemistad. Debe ser un adiós vacío. No debe temblar el pulso. Quien toma esa decisión sabe por qué la toma.
Prefirió ir a Jardín de Bóboli cuando él fue a ver los frescos de Masacio en Santa Maria del Carmine. Fachada sin terminar. En las fachadas sin terminar hay una forma extraña de belleza. Nos hacen pensar en lo bellas que podrían haber sido hasta que nos damos cuenta de que lo bello es precisamente que están incompletas. A veces pienso que ver aquellos frescos solo era en realidad parte de mi propia expulsión del paraíso.
Su sobrino nació el mismo día que yo. Sentí quedar oculto por nuevas personas que aparecen en la vida y convierten en espectros a los seres del pasado. Nunca presté demasiada atención a su nombre, pero al cabo de un tiempo me di cuenta de que el niño se llama Lucas. Otra vez esa fuerza arrasadora. He pensado muchas veces en ir al Courtauld. La gente cree que yo creo en la magia. Que me agarro a supersticiones vacías en un gesto tan extravagante como tantos otros míos. Pero si quiero ir allí es precisamente porque sé que no pasaría nada. Que no sentiría nada. Que no ha nada detrás de esto. Detrás de nada. Que solamente yendo allí sería capaz de mirar fíjamente la nada. Solo allí mis ojos estarían lo suficientemente fríos y vacíos como para entender la distancia y la muerte. Solamente allí vería la revelación que oculta la revelación del paraíso.