Digamos que resulta innecesario o inconveniente hablar de arte. Que llega un momento en el que se asume de manera generalizada que lo inexpresable de la obra es un pozo sagrado que no hay que profanar con palabras vacías. Toda una época de la historia del arte quedaría bajo sospecha. La crítica descriptiva sería sustituida por esas formas de discurso que, ya presentes en la actualidad de modo embrionario, nos ofrecen una aproximación indirecta del contenido estético.

Esa aproximación indirecta tiene ciertas resonancias platónicas y neoplatónicas: la luz del sol nos ciega cuando queremos verla de forma directa. La belleza, la justicia, el bien no nos son accesibles como tales, sino en la medida que las cosas y las acciones del mundo los reflejan de alguna manera.

Un cuadro no solo refleja una la luz de la peculiar manera que nos informa sobre su naturaleza material. Refleja también la belleza y sus diversos aposentos. ¿Qué aposentos? Seamos claros: la obra de arte que aspira a reflejar la belleza misma, en su pureza ideal, suele ocular el modo en que esa belleza se halla entre las cosas. Pero lo esencial de la belleza no es permanecer de forma inmaculada en ningún lugar cerrado, sino que se vierte sobre todos los rincones de lo real. El hecho de que no hay un lugar sin belleza es lo fundamental de la belleza misma. No solo porque nos permita ver como bellas cosas que antes no habíamos apreciado como tal, sino también porque así la obra de arte manifiesta todas y cada una de esas cosas que están o pueden estar tocadas por forma particular de belleza que se presenta en la misma. Esos son los aposentos.

No se trata de una belleza meramente formal. En su realización en las cosas la belleza se funde con el bien, con la justicia. Las proporciones de las formas también tienen su referente en el plano moral como relaciones entre hechos, sentimientos, ideales, etc. Es por eso que surge un dilema. Ese optimismo estético se enfrenta al problema de la destrucción. El de la destrucción de la belleza y, de modo más acuciante, el de la destrucción en general.

La destrucción es un hecho aparentemente incapaz de ser tocado por ningún grado en la magia de lo perfecto. Lo más que suele sugerirse es que hay una ‘destrucción creativa’ que permite una renovación de todo a su debido tiempo. Pero, ¿podría ser bella una destrucción sin renovación? Algo que no se corresponda con ningún aspecto del deterioro natural de las cosas, sino con algo más trágico. ¿Qué belleza hay en una tara concreta o en un trauma? ¿Qué belleza hay en la incapacidad? No es la plácida ocasión que permite el no actuar taoísta. Ese no actuar está cargado de posibilidad gozosa. De lo que aquí se trata es que un bloqueo impuesto. De un camino sin salida.

Hay obras que tienen la virtud de mostrarnos ciertos caminos sin salida. En su concepción más trágica nos remiten a cortes metafísicos que dejan grandes porciones de realidad en suspenso. Obras inacabadas, demacradas, obra marcada por el signo de los errores ostensibles o injustificables. No tanto a un nivel biográfico o existencial, sino de modo decididamente general: un fallo en la estructura misma de la existencia en tanto que existencia.

La complejidad de dicho problema merece un tratamiento separado, pero la clave quizás es esta: el error que limita retira en la existencia lo que se pone en la esencia. Cuanto más se deterioran los aspectos existenciales más queda la esencia al descubierto en ese contexto. La esencia nunca es una potencia, sino lo que hay de común en todas las potencias, en todas las capacidades de algo, en todas las posibilidades. La esencia es lo que queda cuando todo falla.

No debe entenderse esto como una apología del daño o la precariedad. La retirada de la existencia nunca debe realizarse desde fuera. Forma parte de un itinerario en el que no hay maestro ni verdugo, surge de una forma de comunión de todo con  todo, de un encuentro en la fragilidad espontánea de lo existente que emerge como tronco común de todas las realidades. Lejos de convertirse en ninguna idealización de lo débil se presenta fortalecida por una forma de belleza misteriosa.

Esas obras de arte nos obligan a mirar a todos los lados. No tardaremos en darnos cuenta de que la belleza es el recorrido mismo de la mirada.