Todas las formas han sido creadas y remezcladas, han dicho todo lo que tenían que decir. Han expresado toda la verdad que corresponde a la manifestación del Espíritu a través la materia. El arte es para nosotros una cosa del pasado. Toda la materia ha pasado a través de nuestras ‘máquinas’ de voluntad y representación, y los productos de las mismas han seguido el mismo camino. No tiene sentido repetir el mismo ejercicio. En esta situación, el arte tampoco puede decir nada de la historia porque ese agotamiento de las formas es el hecho histórico más importante. El arte no puede decir nada sobre la sociedad ni actuar sobre la misma porque su propio agotamiento es el principal hecho social. La posibilidad de tratar esos fenómenos se sitúa en un más allá del arte y la filosofía. La repetición contextual de las formas artísticas es un fenómeno epidérmico en la membrana del fin del arte cuya primera finalidad es la de convertirse en un medio de producción social. El ideal del arte dentro del motor de imágenes de las redes sociales no apunta ya hacia la creación e interpretación de las propias obras, sino hacia el afianzamiento del aparataje identitario del artista. El arte en la época de las redes es la emergencia de simulacros sociales que realizan la figura del artista ideal. La remezcla infinita ya no conduce a la obra perfecta, sino a la imagen del artista perfecto. Todas las formas han sido ya hechas, lo que queda es su manifestación definitiva en modelos humanos ideales. Perfectamente estereotipados, sublimemente estereotipados. Por eso, el gran signo del fin del arte es la búsqueda de la imagen del artista arquetípico. Pero esa fusión entre obra y creador no se produce completamente en el lado de la vida, sino en el mundo de las apariencias digitales. Un mundo doble formado por sujetos divididos en dos: entre el ejercicio disciplinario de la vida y su acto de representación. Somos el resultado dialéctico de las máquinas de vivir y las máquinas de representar. La figura estereotípica del artista está así atravesada por la escisión ontológica del selfie: el hecho de que la necesidad de vivir y representar la vida al mismo tiempo se nos presenta como un imperativo y una aporía. Esto es lo es que hoy nuestro postvitalismo. Y por eso el arte está cargado de una sensación crepuscular de desajuste o desfase que no es más que un síntoma de su última disolución.