Se escribe para satisfacer una necesidad epocal, para cumplir con las expectativas de un público, tal como se da el acto de lectura típico de ese público en un determinado lugar y momento histórico.

Hay obras que son, ante todo, modos de concreción de unas formas de percepción históricamente acotadas. La producción de esas formas de percepción no es una tarea propia del arte, pues la densidad de la red de signos —o la elevación a la categoría de lo sensorial de todas las imágenes artificiales— genera una caja de resonancia cuya distorsión imposibilita la diferenciación de cualquier forma de creación autónoma, independiente de esas expectativas.

Esas expectativas que se proyectan sobre todo acto creativo son el gran elemento de fuerza en cualquier ámbito de creación contemporánea. Son una representación de las formas de vida, sí, pero sobre todo una representación de las formas que el individuo contemporáneo puede adoptar en tanto que posee un valor de moneda social. Esa fuerza no es más que el resultado de una serie de procesos de amplificación técnica que nada tienen que ver con las capacidades del arte.

Esto explica que el arte cargado de fuerza es hoy, por necesidad, un arte carente de magia. El arte no tiene otra capacidad que la de reflejar lo ya existente dentro de un sistema de intercambios especulativos. No se representan objetos valiosos, sino formas de mirar preconfiguradas. La sorpresa que nos transmiten ciertas obras solo es una especie de efecto óptico mediante el cual la mirada parece desobjetualizarse y volverse momentáneamente autónoma. Sin embargo la ilusión de la autonomía de la mirada queda reducida al momento puntual de su aparición en la esfera pública. No hay mirada sostenida, porque no hay rostro. No hay rostros.

Si consideramos los parámetros que definen el acto de creación, el artista contemporáneo es, por definición, un impostor. Su función no es otra que la de satisfacer la mirada narcisista de un público. La unidad de sujeto y objeto en el artista solamente es la apoteosis de una autoafirmación sin contenido. Sin rostro.

La magia se produce, por necesidad, cuando una obra escapa el campo gravitatorio de la imagen deseada por la red de deseos del espectador colectivo. Cuando no hay un acto posible de interpretación social, cuando una obra no puede medirse dentro de los parámetros de ninguna categoría social. Esa obra es la única que rompe la estructura dinámica del campo de recepción contemporáneo. Rompe la lógica de la mirada viciada por la imagen de múltiples miradas especulares.

La magia es la formación de un rostro. Propio o ajeno. Pero un rostro.