No hay más que un problema filosófico de fondo, del cual se derivarían todos los demás. No es otro que el problema que se esconde tras la aparente paradoja de darse simultáneamente la consciencia como algo continuo y discreto. Una característica omnipresente del ‘yo’ es la de presentarse o darse a sí mismo como algo a la vez continuo y fragmentario. Detrás de esa aparente contradicción está la esencia misma del tiempo, como una fuerza que –junto a la capacidad de imaginar y recordar– produce seres peculiares en los que se superponen distintas fases de un eco. Somos interiores y exteriores. El presente no es más que la explosión en la que todo nuestro pasado se convierte en un hambre de futuro. No es algo exclusivamente mental, esa dualidad o duplicidad de lo continuo-discreto afecta, de lleno a nuestra descripción del mundo mediante cualquiera de los dispositivos de percepción y conocimiento. Es algo que se proyecta sobre el campo de las matemáticas y de la física. La física desarrolla un modelo que media entre la dualidad onda-partícula, pero la filosofía de la consciencia parece obstinada a desdoblarse en dos campos: el de la continuidad lo desarrolla en relación con lo emocional, mientras que lo racional se corresponde con contenidos y estados concretos que emergen según el modelo de sensaciones concretas que se distinguen desde un magma sensorio originario. De ese modo la filosofía provoca un desequilibrio que nos capacita para ejercer un tipo de gestión sobre el yo, al tiempo que suprime la esencia de la vida que se vive como sujeto. Pasamos a entender la vida como objeto. Así, el exterior no es una categoría circundante, sino divisoria. La exterioridad media entre un estado interno abstracto compuesto de sensaciones y emociones inconcretas y la racionalidad y las sensaciones concretas que resultan de una perspectiva analítica. El principio de realidad freudiano es un principio de organización interna, pero según un esquema en el que la oposición dentro-fuera tiene la misma naturaleza que la de continuo-discreto. No puede entenderse que todo sea interno. La ingenuidad del error idealista (en el que no caen todos los idealistas) es idéntico al error materialista: solventar la paradoja con un sesgo. O el racionalista. Una de las líneas continuas que forman las constantes vitales de la línea argumental de la historia del pensamiento occidental nos presenta una sucesión de aparatos al mismo problema continuidad-discrección. Los distintos ámbitos de especialización de la tarea filosófica acaban siendo reductos desde los que observar de perfil esa división. Los puntos de vista que mejor invisibilizan el fondo del problema, pero que son rentables en lo que respecta al ejercicio vacío de producción de conceptos [1]. ¿Pero cabe concebir o construir una noción que supere esa dualidad de forma no reductiva? Reducir el pensamiento a una labor constructiva tiene tanto de ontoteológico como de androcéntrico. El modelo del varón cazador-constuctor-conductor no se refuta conceptualmente, es un modelo que con un cambio de lentes, desde una perspectiva panorámica, se nos presenta como algo tan claramente ridículo que no necesitamos debatir en detalle. El poder es una obsesión irrisoria, no puede nada, contemplado desde lejos convierte la historia de los grandes hombres en un circo de pulgas. Crear conceptos es algo obsoleto. En ello habita una forma de contingencia, y de la contingencia se deriva la forma más pura de rigidez. Forma de huir de esa rigidez, es la productividad del concepto. Y en este punto hay que distinguirla de la apariencia de productividad: no debe dar lugar a conceptos nuevos, debe dar lugar a pertinencia nuevas, no repetir el mismo modelo de contingencia. Por eso los conceptos dan paso a otro ámbito, al espacio de pensamiento. El campo de pensamiento no es un concepto, es la única forma de habitar el contenido, de desvincularlo del flujo causal de acontecimientos, sacándolo del tiempo y desvincularlo de su antecedente y consecuente para hacerlo un espacio de ser. El hecho, así visto, no se contempla más que en relación con la totalidad del campo. Sólo de esa manera lo individual refleja la totalidad, y sólo en la medida en que lo individual es un referente a la totalidad es desde donde es posible lo que conceptualmente se definía como ética. Puede parecer un simple juego lógico. Pero la siguiente figura nos enseña que si estamos operando dentro de la lógica hay un cambio de rasante: el campo de pensamiento cuando se ejerce dentro del poder cognoscitivo se llega solo mediante la paradoja de ‘conocer el desconocimiento’. Por una razón muy clara: eso es lo que nos permite abandonar el edificio del conocimiento y existir en el descampado del conocimiento. Existir en el desconocimiento es más potente que cualquier forma de conceptualizar lo que ignoramos.