¿Cuándo cambiaré? ¿Cómo cambiaré? En esa pregunta está todo. Hay una sensación de culpa o inadecuación. Saber que hay una aspiración insatisfecha que incluso, en el peor de los casos, puede ser inalcanzable. Lo mejor, el hecho de que la vida está abierta. Que hay una incertidumbre, que nuestra definición como personas depende en última instancia de nosotros. Por eso la pregunta por el momento y el mecanismo del cambio suele plantearse cargada de impaciencia. Por esa impaciencia, al margen del sufrimiento que con frecuencia con lleva, experimentamos también un misterio: ¿Por qué no es suficiente decir ‘ya’, ‘ahora’? Es un misterio porque nos damos cuenta de que no es una simple cuestión de falta de ‘fuerza’ voluntad. En un momento puntual el cambio puede desearse con una fuerza incontestable. No es una cuestión de fuerza puntual, está claro, así solemos pensar que en donde de verdad se juega el cambio personal es en el ejercicio de cierta constancia. Hay quien dice que cuando uno es constante en el proceso de cambio es porque carece de voluntad, en el doble sentido de carecer de fuerza o de las ganas verdaderas de convertirse en otra persona. Aunque algo de cierto no deje de haber en ello, si observamos en detalle la realidad es algo diferente: la fuerza de voluntad no tiene que mantenerse al máximo. Cuando estamos haciendo un esfuerzo no hemos cambiado. Cuando logramos ser la persona que queremos ser es porque somos capaces de ser así sin realizar ningún esfuerzo. De nada sirve tener que hacer el esfuerzo de contener un enfado cuando lo que queremos es ser personas que no se enfadan. La fuerza de voluntad hay que irla disminuyendo. Gradualmente, sí, pero desde el primer día. Hay que practicar tanto el esfuerzo como la desenvoltura. Tanto el sacrificio como la naturalidad. Solo cuando hacemos algo sin esfuerzo es cuando de verdad es parte de nuestra forma de vida. Y eso no depende de tanto del esfuerzo como de una cierta lucidez inconsciente a la que solo tenemos acceso dentro de nuestra relación intuitiva con las personas que nos rodean. Eso es algo que va más allá de un simple cambio (contagio mimético) de personalidad, ya que los hábitos tienen que ver con disposición (ἕξις) o hábito (εθισμός) mucho más concreta, con la práctica constante. La personalidad se posee sin acción, pero el hábito solo puede pensarse en un ejercicio constante. Una golondrina no hace verano. Aquí quedan entre interrogación las pasiones, pues el ejercicio de las que conocemos nos impide hallar otras mejores (1179b), pero se cuestionan de una manera que no es la platónica. El problema con las mismas no es que dificulten nuestro paso al más allá, sino que hacen nuestra vida peor. Las pasiones nos encierran en un mundo más pequeño que el que potencialmente somos capaces de habitar. Esto es importante para subrayar aún más esa idea del hábito: la ética no puede establecerse tampoco en el marco de los actos frecuentes virtuosos (porque al fin y al cabo eso implica convertirlos en pasiones que se realizan y experimentan puntualmente), sino que debe plantearse dentro del marco de la más estricta constancia. Es preciso subrayar esto, aun si Aristóteles no lo deja de manera muy explícita, sobre todo para advertir que si la transformación vital a la que se aspira adopta el modelo nietzscheano de la vida como obra de arte, no es posible concebirlo como una vida que se experimenta estéticamente en momentos puntuales. Digresiones al margen, Aristóteles, sin negar el cuerpo y los placeres tan frontalmente como Platón, es consciente de que son claras enemigas de la vida contemplativa que establece como ideal de vida: «el que vive según sus pasiones no escuchará la razón» (1179b,25s). Ni la entenderá, añade, por lo que en ese estado el único camino para el cambio es el castigo. Cono todo lo realista que pueda ser esta situación, y con todo lo moderna que nos parezca, por la clara similitud con el emotivismo moral de Hume, hay algo en ella que nos deja insatisfechos. Si lo que nos impide cambiar son las pasiones parece que debemos entregar parte de nuestra a otros para que mediante el ejercicio de una serie de medidas que hoy nos parecerían puramente conductistas pudiésemos encontrarnos en cierto momento el punto en el que continuar el proceso por nosotros mismos. Cosa que en ciertos casos sería, de manera natural e inevitable, imposible. Es posible que Platón no tuviese esa visión tan dura. Sócrates cree un poco más en la enseñanza. Los esclavos pueden aprender (aunque diga que obedecer es propio del esclavo y la virtud es patrimonio del hombre libre). El cambio forma parte de un proceso de cuidado de sí (ἐπίμέλεία ἑαυτοῦ) en el que cada persona asume como deseable y posible el conocerse a sí mismo (γνώθι σαυτόν). El fin último no es ese conocimiento, y mucho menos si pensamos que ese conocimiento de nosotros mismos nos conduce a saber lo que tenemos de únicos. En el Alcibíades el planteamiento no dista tanto del de Aristóteles. Lo que queremos conocer de nosotros mismos es la parte más divina del alma, esa que se corresponde con el entendimiento y la razón. La referencia es la divinidad, entendida como algo más luminoso y más puro que la mejor parte de nuestra alma. Esa parte mejor es lo que da unidad y permanencia a todo nuestro ser. Y gracias a esa permanencia es lo que hace que podamos ser amados durante toda la vida. Entendimiento y razón son nociones escurridizas en cualquier caso. Son comunes a los humanos (y más en el caso de Aristóteles, cuya concepción está más cerca a la de la ciencia moderna), pero dentro de ese carácter común se presentan den distinto grado y en distinto modo en cada uno. De alguna forma se sugiere que amamos a quien nos sirve más de ejemplo, tanto porque tengan esas facultades más claramente desarrollada, como porque su forma de manifestarlas se adapte más a nuestra forma de entenderlas o capacidad de percibirlas. El proceso de cambio se realiza sin esfuerzo mediante la convivencia, la amistad con esas personas que encarnan lo que queremos ser en un proceso en el que no hay una distinción clara entre maestro y discípulo. Llegamos a ser lo que queremos ser mediante relaciones de tú a tú en las que compartimos lo mejor de nosotros mismos. En ese proceso la sociedad es siempre la gran amenaza. La sociedad sustituye lo común que tenemos por el alma por eso que tenemos de común en virtud de la interacción social, que está sometida a las directrices de nuestros lados más mediocres. La evolución de lo político, precisamente, habría supuesto el naufragio de ese ideal compartido de los griegos. Si entre los griegos la vida activa es la que debe conducirnos a la vida más verdaderamente humana, la contemplativa, en la época moderna veremos que ocurre lo contrario: la vida del conocimiento es el medio mediante el que gestionamos una vida activa que además, deja de entenderse como participación en asuntos comunes y generales para centrarse en el desarrollo de capacidades materiales a través del conocimiento especializado. De modo similar a Arendt, Foucault entiende la relación entre las formas de conocimiento de uno mismo con las de cuidado de uno mismo. Marcan la línea de base de la crítica de la modernidad. Si somos incapaces de cambiar no es solo porque nos falte fuerza, sino porque el mundo invertido en el que vivimos va en sentido contrario a lo que sería el ejercicio de nuestra forma de ser natural. Ni Arendt ni Foucault vieron lo que sería el siguiente paso de la vida activa: ya no es el poder político ni la eficacia técnica, la vida activa es la organización de todos nuestros recursos materiales para generar un halo de imágenes alrededor de nosotros mismos. Es imposible separar nuestro cambio personal, a nivel profundo, del cambio de imagen. Y en la medida que nuestra relación con los demás está siempre mediada por imágenes el conocimiento se subordina al ejercicio de la apariencia. El cambio personal hace que todo nuestro interior, ese lugar donde los antiguos ponían las facultades eternas y divinas, donde el cristianismo ponía el amor hacia el prójimo, se haya convertido en un gran dispositivo de generación de apariencias que el otro exige para mantener activa su propia máquina generadora. Con ello rompemos con el ideal del hábito y de la forma de vida que proponía Aristóteles, con ello rompemos con el acceso a la eternidad del que nos habla Platón. El cambio que es posible es el de generar imágenes eficaces dentro de contextos concretos. Cambiar como personas es cambiar de máscaras que nos dan acceso a experiencias alternas de intensidad vital y de tranquilidad. Cambiaremos, sí, dentro de diez minutos, de hoy para mañana, para ser siempre un proceso continuo que no valoramos tanto por su sustancialidad, sino como una máquina generadora de afectos y pasiones puntuales. La cuestión crucial es que ahí siempre, estrictamente siempre, es necesario un esfuerzo. El ideal del cambio de vida se plantea en un horizonte en el que solo se percibe como posible un incremento de esfuerzo.