Solo hablan de vida los que no tienen vida. La hacen objeto de su pensamiento. Con su pensamiento intentan atraparla. Ser capaces de conseguirla.

Su escritura es el síntoma de un deseo de vida y de una impotencia soberana. Cuando más se acerca alguien a expresar la esencia de la vida, tanto menos ha vivido y tanto menos valen sus aparentes consejos. Su escritura es peligrosa, porque pertenece al juego de las apariencias. Quienes han caído en la red de las palabras jamás aceptan que están condenados a vivir una experiencia secundaria, a ver la vida desde el patio de butacas.

La vida atrapada en cápsulas. Desvitalizada. Inmóvil bajo el microscopio de alguien que no ha sabido vivirla. Sometida a una técnica. Convertida en metáforas inútiles.

La metáfora del gozo. Proyectamos ese deseo sobre la figura de la naturaleza. Por qué no somos capaces de ‘disfrutar’ (enjoy) de una relación original con el universo, nos dice Emerson. La perspectiva del gozo le delata. Disfrutar la vida, consumirla, convertirla en un objeto de consumo del que no debe desperdiciarse nada. Que la muerte no tenga nada que llevarse. No dejar nada en el plato. Nietzsche es más inteligente: ese agotamiento tiene que presentarse, eventualmente, como un deseo de muerte.

La metáfora del camino. Para el tao el camino es algo inconcreto. Aquí lo convertimos en un medio. Solo cuando gozamos de la dulzura del savoir vivre entendemos que el camino es en sí mismo un fin. Lo que jamás entendemos, es que no ha principios ni fines. La identidad absoluta del deseo de vida y el de muerte.

La metáfora de la lucha. En la metáfora de la lucha política subyace el mismo ideal del sacrificio. La adscripción a unos ideales u otros nos permite mirarnos al espejo y sentirnos buenos. Odiamos de los demás lo que pone en cuestión esa apariencia de bondad. No se dan cuenta de que la propia defensa de una opción política o moral es la ruina de toda esa supuesta reputación.

El intelectual que quiere vivir. Cuando busca los hechos los reclama como actos de violencia. Porque aplica el paradigma del lenguaje. Quiere que la vida sea un producto del signo, quiere que sea el eco del lenguaje que le ha permitido codificar su carencia y convencer a los demás.

Esa es la razón por la que un maestro vital en el plano intelectual jamás puede ser un maestro espiritual.

No hay vida. Hay momentos absurdos. Uno debe poner su error, lo ridículo. Elias Canetti, en uno de sus libros más duros: «La momia del hombre más divertido del Antiguo Egipto» [1].

Somos esclavos de las soluciones a los problemas del pasado. Algo se sentía en un determinado momento como problema nos empujó a elaborar ciertas estrategias de superación. Incluso las palabras son simples soluciones a problemas del pasado. Pero no hay problemas. No es que se solucionasen. Es que tampoco había problemas entonces.

Lo peor que puede pasar es que caigamos en la hipnosis de las palabras. La escritura debe producir elementos que impidan esa hipnosis. Debe ofrecer resistencias sin que deje de tener un sentido ritual que la determine como hecho.

El deseo de vida no produce palabras. Produce actos cuyas raíces pertenecen a un mundo sin hechos. Habitar un mundo sin hechos es el requisito previo que nadie cumple.

Las palabras se dan de bruces contra la convivencia. Las palabras emergen mediante la lógica del contrato social. No de la presencia carente de rol. Cuando el mundo nos caracteriza a través de la definición de un rol se hace una marca con un lenguaje determinado. La especialización no es una cuestión laboral, sino de gestión de la vida cotidiana. No deja de ser biopolítica.