Este viento frío es lo inmóvil. Su despiadada calma
levanta lentamente una catedral de aire en mi pecho.
Su hojarasca. Mis vidrieras. Este viento reza
de esquina a esquina por las cuatro calles,
viene del campo y comprende un amanecer de prisas
y muerte. En ningún lugar y en todos. Repite el vacío,
porque la vida se ausenta lentamente. Cada meditación
fragua su íntimo cemento y es un cuerpo invisible que arde
como la belleza habla de un deseo débil y desapacible.
Deseo que flota en la vida como un pez muerto
en todos los mares. En todos los ríos, en todos los charcos,
en todos los pantanos de odio y niebla,
en el estanque de agua podrida de mis manos,
en esos barreños de memoria y en la enfermedad absoluta
de sus letargos. La del cuerpo abstracto de todos los nombres.

Las voces, el canto, el paciente arco de la libertad y esta palabra
que abandona el lenguaje porque tiene un precio en la plaza
y es la tozuda culminación de la mala sabiduría, el testamento
de las fuerzas tristes, la miseria de los coches aparcados
y de las estelas de luz que rozan sus rostros. Altar
donde rezan las sombras y las luces. Porque cada piedra
es una desembocadura, porque los pueblos agotan
los misterios de la vida en su rutina. Son amigos
por la edad, por la escuela, por el desprecio y la agonía
de las monedas y las máscaras. Pero olvidan
que envejecen juntos y que en sus ansias de ceniza
vuelven juntos a una tierra que será para siempre
doble región hasta lo más ciego de su profundidad.

Así, la oración esparce otra semilla, y así el augurio
de una cosecha imaginaria es la transparencia vital
por la que cada capa de universo revela a su manera
las que oculta. Inicio de la imagen más clara en cuyo olvido
se amparan las esencias invisibles. Porque no fue ninguna hazaña
la mentira más real y verdadera. Y así, la oración se yergue
contra el dios baldío que manifiesta y calla.

Puntual equilibrio desprevenido.
Lo lejano más lejano. En esta paz
no merezco cosa distinta a mí.

Sobran los signos, la promesa impertinente del nuevo mediodía
que ve en el cielo vagancia y en el poder orgullo, mezclando
el sentido de cada luz reflejada con la propia, el yo con la nada,
la verdad con el tiempo, la tranquilidad con el espacio. Así oscila,
se balancea, bloqueando la fuerza que excava la guarida impenetrable
de un animal que en puro tránsito no tiene, aún o ya, naturaleza,
sino una carencia de alma hasta el infinito. Y que camina
y en cada paso devuelve un gemido sordo, sin dolor ni placer,
que quiere decir «todo». Y sí, aún todo brilla, pero ¿se crea
o se destruye? ¿Cuándo el cuerpo de la mujer no será ya
el de la madre vernácula y se mirará de frente para hacer
de la desnudez la consciencia de la piel sin espesor
que limita coherente el mundo y que dicta, cabalmente,
el sentido de la insignificancia y el vacío?

Piel de mármol, sin contorno, puro espesor de ser,
de desear los pasos en la densidad del camino,
cuando las antorchas sacerdotales ya no iluminan rostros
sino piedras. Eco de la carne que se mezcla sin caricia
como choca la piedra encima de la piedra o como se arrastra
la morrena ahogada, sin saber en qué se apoya, dónde yace
y cómo, al final, paga el precio doble de su esperanza dura
perdida en el valle. Así reposa el manto lacustre. Igual que arde
todo el conocimiento posible de las leyes trémulas
y sus arcanas excepciones. Obedeceremos, pues no hay mundo
y la vida así expresada arrecia tanto como se ahoga. Siempre
de la metamorfosis de la casa surge el templo, esquema
de la vibración por la que la tarde despierta en otras cosas,
como asiste el más preciso acto del ser a la propagación del misterio,
a la coronación de lo frágil, cuando el humo se eleva para no volver
al cuerpo absoluto.