Encogido en tu digestión eterna de polvo y escayola, como el ángulo
de una dureza lentamente encerrada en sí misma, sentiste
asentarse en la muerte el amor de las vísperas. Como baja
la niebla, así persisten los dulces reposos. Como esa maceración de líquenes
y fangos mohosos habla de las amargas resinas cuyo aroma se retuerce
entre tus huesos y tus salivas, y ya solo es humo, ceniza de los hierros,
lejano fuego invertebrado. Una cortina de pánico y resignación
cae sobre todos y cada uno de tus días

como la esencia triunfal que se respira y se cumple entre los átomos
más quietos de Pompeya. Son tus verdades, recuérdalo, lo que hoy
aún se esculpe como una nueva piedra, tus pasos perdidos
y el eco cuarteado de una voz que entre el ruido que te llama. Son
la verdad, lo cierto, el único pasado, lo que siempre por detrás te sostenía.
Una mirada sin ojos, lo más duro, como una mano de vacío y frío
y un deseo incontenible para el que la verdad es poco, es nada,
miseria eterna y sufrimiento universal. Porque a tu lado nada vivió
y tu pecho nunca guardó una respuesta. Digestión eterna de miedo
y soledad, voz y agonía que exigen a la muerte su sustento. Así arden
los rostros de la lumbre, así la piedra es éter, así tu nombre se olvida
y así de exacta es la porosidad que recubre la semilla al convertir en ritmo
el agua que busca en ella la pausa más profunda del brotar, una
entraña somnolienta y lechosa.

Será el polvo, la ceniza, la exhalación que rompe las puertas del aire,
el eco de los pasos como una voz que se articula con paciencia
y ese rostro, cada vez más profundo, cuya indomable paciencia
ya no es compañía y ya no es máscara, no aposento
ni geometría, ni número. Es muerte. Todo gesto que no cambia
forma por materia es eterno. Rey cuyo séquito desaparece de repente
y vuelve a arrastrarse solo por las calles haciendo de su infamia
algo más simple. Roba, miente, rompe y escupe, y sabe
que no volverá al cuerpo propio ni al ajeno, que no será
ni por amor ni por odio. Allí donde se asemeja el agua a la orilla,
donde el rostro es siempre la llama espiral del fuego
que consume sin tocar. Cantos de los Fir Bolg.
Allí donde las guerras habitan la esencia del lenguaje
has de hacer para mi un silencio y un olvido, un lugar
inaccesible que será mi casa aún cuando yo nunca esté en ella.

Tal es el rumor que aún late en una burbuja de aire
cuyo espacio aún, lleno de aleteos microscópicos, desciende
al fondo de las glaciaciones. Como esa presa fácil que en su propio vuelo
se desvanecería, agotándose en su libertad pura y exhausta. ¡Espera!
La jaula ya siempre acogedora, el barro de tu cuerpo
escrito en forma de serpiente.
La huella del ritmo de la domesticación reciente pesa
como asciende a cada animal su alma lenta. Por ella celebremos
la posesión y el delirio de no ser ya materia, de ocupar hacia atrás
lo que nos precede y rodea. Y esta caza no alimenta, es rito.

Ese rastro invadido, como la vida incógnita, donde desciende
el tiempo, la audacia que todo lo compensa,
donde comienza un mundo henchido de luz
y los seres abisales se convierten en cuerpos ensombrecidos
por un deseo agarrotado. Así la enfermedad, así la soledad
son lagunas profundas y misteriosas. Así lo inútil es el único tesoro
en el campo no escrito de la creación. El octavo día,
la ruina de todas las fechas, la prueba de que nada existió:
lo que le falta al que viene ya con las manos llenas,
lo que ignora el que dice saber. Nada existió, has muerto,
nada es más que alimento convertido en alimento,
la espera de una espera. Y así desde lo antiguo, los días
ya servidos, ya útiles, ya deseados como desean
las formas del crecimiento de una imagen quieta y comprensible.