Quien domine la fuerza que tensa el arco
mirando hacia el resplandor del relámpago que es la raíz
de todas las profundidades y dirija su deseo
hacia una fuga carnal sin cuerpo. Quien habite santamente
el mundo del tener manos, este escarpado cuerpo
que aún quiere ser una bóveda en la despiadada holgura
de todo lo desnudo y todo lo ebrio. Quien aún camina castamente
y alza su mirada hacia lo distraído que se abstrae en todas las formas
al brotar de su extenuación una lengua sagrada.

Yo por mí. Tú por ti. Vosotros por vosotros.
Cuando nos ahoga el desperdicio de lo nombrable
pensamos en el extraño malabarismo que nos mantiene
erguidos frente al ser. Quién levantase la voz ahora
haciendo del mundo una tierra menor, y con su niebla
de bordes plateados, empujando la muerte hacia fuera y sin retorno,
callase. Vaga mansedumbre palpitante de charcos de ceniza,
brazos de mimbre y odres polvorientos. Atenta a esa herida
de sangre atenazada que es el tiempo, como lo más plano y yermo
que hizo acto de nacer solo por ocultar su pobreza
un día tras otro, una guerra tras otra. Y solo por ver ya
una columna de placer e interés sobre la que se arrastra
una muchedumbre de hombres desnudos ya para siempre.

Ancho camino para los pueblos del futuro.

Bailan unos y otros aún lloran a escondidas
tras haber sido escuchados por primera vez.
Inmerecidamente todavía. Tan llenos de todo que no saben
si nada es justo o injusto. Y se pierden, de inmediato,
sus voces entre las voces. Todavía hay quien finge
para alimentar el ruido y pretende convertir en ventaja
la virtud de sus hijos. Ética de la tribu, no forma de vida.
Y así el escuchado, que camina todavía sintiéndose digno y vivo
al llegar a casa tarde como de costumbre y ya herido, muerto,
se siente corrompido en su ilusión al oír la llave,
la cerradura, una y otra en su compartido sonido
al abrirse. Dónde quedó su voz, en qué universo paralelo,
piensa, hundida desgracia de hombre, en qué peste de ideas y agonía
de convencer, en qué misma desconfiada cercanía
muda, terriblemente callada, muda, vuelve a equilibrarse
y se retuerce preguntándose si no es más que vanidad
lo que lejos de sí aprendió a vivir solo.
Y aún recuerda los árboles al borde del camino,
almas que eran un vaho interior transparente
y todavía gimen allí quietas. Se olvidarán las palabras,
cesará el cariño, necesitarás creer en algo jamás pensado,
en un árbol que aún da sombra, un alimento que aún no se pudre,
en el persistente recuerdo del futuro murmullo de sus hojas.

La palabra fue imagen, la imagen palabra,
y en el punto ciego intermedio se consume el recuerdo
de la experiencia. Un eco aterrador me arrastra
porque no hay más indiferencia que la que persiste
entre los extremos de lo equivalente.

Ser recuerdo, hallar menos significado que el posible. Ser
el ritmo del día que no pasa, del no, de la miradas. Una paciencia
más allá de la vida que queda, pero no en un instante preciso
ni fuera del tiempo: acaso pronto y siempre ahora, siempre secuaz
porque lo inevitable es siempre inminente
y pesa más que la mayor duración. No hay tardanza,
y no encuentro la hora de dejar de lado ese recuerdo
y parece tan lejano el momento en que se dice todo claro
que hasta sin esfuerzo las cosas vienen dadas. Sobran palabras
en esta vida, todo parecen rodeos. Todas las horas
son la misma puntualidad ancestral. De allí vengo,
y de aquel pantano vienen también mis primos de barro,
carne de carne, carne sobre carne, estribillo de las generaciones.
Hoy he comprendido que las palabras que nos hicieron decir
solo acuñaban una nueva semilla.

Hermano, soy como tú, y allí donde los árboles dan sombra
y donde el sol subraya su camino y dice «acude…»
aún queda el rito de mirar el cielo de extremo a extremo:
una gloriosa polvareda acompaña su llegada,
Solo cuando tus palabras descubiertas
sean la carne de tu desgracia íntima,
el combustible color de todas las imágenes,
imágenes de la guerra en todos los miradores
y de los hombres que llevaron al mismo monte
donde vi pudrirse cientos de animales
y los huesos esparcidos de otros mil.