He visto en este esfuerzo de carne y de luz,
en este rastro de voz verdadera y seca,
que cada atardecer lo habita una esencia intacta,
la dilatada herencia de las más guardadas formas
en su desbordada pasión de persistir.

Y ese deseo se convierte en el rito constante
de desprenderse de cada imagen para ser,
cuando la forma transparenta una nueva materia
y suenan los pasos. Y aquí llega y mira,
erguido sobre un destello de polvo, sin buscar ya
ni la supervivencia ni su ideal plenitud, el todo.

La fragilidad de la duda, la de la certeza… ¿cuál más real?
Todo poder se rinde ante su forma, es poder para presentarse
como un mermado gigante ante un pórtico infinito. Ya quieto
ya caminando, caminando junto al muro. Vieja epopeya
cuya última realización es siempre una imagen inmóvil
del movimiento. Y resuena, resuena la vida en la imagen
que se desintegra. Solamente es vida y nada hay que recordar.

Pese a ello, te recuerdo, pues nunca estuvimos allí. Recuerdo
oírte hablar dormida, en ese lecho, a esa altura,
en ese jardín milenario, en este palacio en el que no somos personas
sino estancias que acorralan una inundación de frío y servidumbre
hasta que todos los aposentos reciben el fin y el silencio
de su clausura. Una corona y un trono, una calle y un parque,
una definición de dolor que todo lo comprende, todo,
como cada ser tiene su alma y aún de todo prescinde
en esa mezcla de libertad y condena.

Como los otros grandes frutos. Hablamos de la semilla absoluta,
lo que germina cuando todo desaparece. Allí tú sin saberlo. Concordia,
como un rayo y como un fuego, la perdida costumbre
de confiar en todas las cosas, de hallar en cada alma
un elemento.

Así en la vida aparecen las moradas, aposentos de paciencia,
allí donde las tardes y el borde de la noche
trazan los justos meridianos de los largos paseos.
Hasta donde los soportales rodean ya no la plaza sino el ser
cuando otros ojos son míos, cuando mis ojos son tuyos
para siempre, pero nunca ya para ver. Son lo invisible.

Como la soledad y el dolor hallan entre la maleza su camino,
Y la luz no aparece entre lo oscuro, sino a su diestra.
Este es mi ojo, este es el pórtico de la contemplación
del universo que se siente sin creerse y que pronuncia
con una sola boca la voz de todas las cosas.

No soy nada. Si tú eres el camino
yo apenas la soledad de los pasos encerrados en mis pies
y en sus distancias. Si soy el camino, tú las pisadas
que se hunden en mis entrañas. Las piedras calladas.
Si soy el deseo tú eres la voz,
si soy la voz tú eres el tiempo.
Una catedral de fuego y ausencia.
Eres lo sagrado, la verdad que tiembla.
Pero no eres nada si yo no espero.

Solo es fuente de verdad la más vacía y quieta entraña.

No es dios la cumbre, porque lo más elevado es el lugar
donde se esparcen las tinieblas. La sima que se abre
como una extraña herida, ese dolor que todo lo culmina
y que habla con labios de esfinge, lentamente,
sobre las tardes perdidas, sobre los senderos arenosos
en los que la sombra del caminante impide pasar otra luz, sombra
que proyecta, más allá de sí, otra sombra. Pues nace siempre perdida
el ansia que nos guía, como si de un enjambre de confusión surgiese
el orden creador de lo que despacio vuelve hacia sí
conociéndose implacablemente y sin compasión.