Puedo huir a través de un conjunto de sensaciones que se ahogan en la oscuridad, moverme dentro de un amasijo de resonancias densas que se agolpan sobre mi cabeza como mantas húmedas de sonido. Debo regresar por ese camino ciego, gutural. Seguir un rastro metabólico a través de una serie de transfusiones microscópicas. Ya no se abre ninguna puerta, ninguna ventana en mi mundo. Solo me siento como un flujo succionado por una válvula, por la inesperada abertura de una membrana cuyo límite y cuya forma desconozco. No sé si estoy entrando o saliendo. Tengo miedo. Todo mi pasado se reduce al recuerdo de un número limitado de esfínteres, he olvidado lo que en algún momento me hizo ser humano. ¿Qué conocieron quienes me conocieron? Estoy seco. Necesito un hueco húmedo. Estaban seguros de conocerme. Seguros de que mis palabras expresaban ideas y mi comportamiento mi forma de ser. Me movía por las calles y los edificios como ahora entre estos charcos y estas algas bulbosas, o estas salivas o viscosos humores, pues ignoro qué es todo esto. Solo sé que dependo de esta suciedad babosa, que la humedad me hace descender hacia algún lado, que entro en espacios inundados que me nutren y se secan y que siento angustia cuando se secan. No distingo lo que me da placer ahora de lo que me daba placer antes. Y por eso creo que soy lo mismo. ¿Pero qué identidad cabe en esta forma ciega de placer? Puedo ser cualquier ser. Mi ceguera es la ceguera que comparten los gusanos, los hombres y diría que hasta Dios mismo. No me hace falta conocer ninguna otra forma de vida. No necesito que nadie me diga nada ni que nadie me roce. No sería capaz de distinguir la proximidad de ningún ser y si algo similar a mí se me acercase me haría sentir lo mismo que estas rugosidades y estas humedades. Podría ser más pegajoso, más aceitoso, pero no sabría reconocer tras ello ninguna forma de compañía. No creo tampoco que nadie pueda sentir mi presencia.
¿Cuántas veces la tierra se ha vuelto hacia la tierra y se ha dejado cubrir por nuevos lodos y nuevas arenas? Unas veces se organizaba como un bloque, otras veces se convertía en un polvo fino que se perdía en el aire. Ya nunca se podía arar. Los árboles iban cayendo poco a poco. No eran ya árboles, ni siquiera: eran una madera terrosa que se debatía entre la vida y la muerte. Recuerdo un accidente un poco antes de Argenteuil. Un mes de noviembre de un año que no recuerdo. Quizás el día once. Mi memoria mezcla ese accidente con otro que nunca se produjo. Su amiga dijo que había muerto en un accidente, pero luego se supo que se había quitado la vida. Toda esta tierra es eso. No me refiero a la tierra de los desguaces, no a la de los cementerios. Hablo de la tierra en la que se mezclan todos los recuerdos finales. La idea común que se esconde detrás de todas las palabras escritas. Del día trece recuerdo haber cruzado el Pont de la Concorde y haber pensado en esos puntos del mundo desde los que se ve todo. No importa no saber qué es ese «todo». Distintas perspectivas del todo. ¿Y si para abarcar todo solo existiese una perspectiva? Un único lugar y un único ojo. Si eso fuera así para abandonarlo todo haría falta, igualmente, una perspectiva. Por eso la tierra siempre sobrevive a todo.