La fuerza que depende de una brizna de luz cuyo fondo radiante,
cuya resonancia hueca, fondo hundido, negro, ya solamente
para sí sufre, no cabe en sí y se pierde de nuevo
en la meseta cerrada del ser. Fuerza que si cupiese en el aire
se ahogaría hasta desfallecer, nunca hasta morir, solo
por gozar de la gracia de sentirse fuera. Esa fuerza que une
dos vacíos distantes. La que por vivir sin miedo olvida lo imposible
que siempre la atraviesa. Se abre hacia dentro, pues olvida
de nuevo y sin sentido, sin paciencia, el modo en el que el tiempo
merma lo que es, lo que conoce y desea. Eso es la vida prieta,
la pertinaz deserción de las altas bondades, la quietud desesperada
y la quieta desesperación que asciende sobre un reflejo congelado
que coincide consigo mismo y que de pronto se hunde o se extiende
pues es luz cuyo colapso, piedra sin forma, es voz siempre perdida.

Imposible luz. Tal remanso es su cansancio y su despertar
si en lo oscuro aún se aman las frágiles espesuras, las verdes nieblas
de la nutrición. Cuando aún se ignora la diferencia entre sobrevivir
y alzarse sobre la última esfera del ser. Pues son sus núcleos, sus regazos,
los telones de bronce que aún ocultan sus entrañas. Y es el cuerpo,
apenas un montón de incertidumbre, temblor y paciencia, pero ya
erguido hacia sus carnes más eternas. Y tú, fuente de mundos, fondo
donde cada forma es todos los espejismos, donde cada piedra
es todos los dolores y cada alma todas las verdades. Tú,
valle del ser y de la vida, eco de todo lo que se ama,
consagrada presencia de las palabras más claras y la clandestinidad
más indómita. Todo. Todo. Pero de qué vale todo si no es posible
amar y ser al mismo tiempo. Si amanece todavía y cansa ya pensar,
tan temprano, que existe todo lo que puede existir
y que la nada se da en dicha santidad como presencia
hacia la palabra que se cierra y encuentra, al pronunciarse,
su no significar. No sabremos si esto viene de lo único o de lo doble,
de la plenitud o de la carencia. No sabremos si es amor o es odio
lo que descifra los misterios cercanos. No sabremos
si hemos de esperar la muerte, el vacío o la soledad.
O si entre las fibras de un siempre nuevo amanecer
habita siempre una fuente nueva de paciencia y compañía.

Fuerza del mundo, inercia perseverante que todo lo cumple
cuando la historia es el aprendizaje de un mal interminable:
el recuerdo del encuentro, la mirada transparente del infinito,
tan incierta y tan frágil que no hay entendimiento en el que
no habite ya para siempre tan desesperadamente esa gran duda
hecha tierra y nosotros, vida y muerte, tiempo y tempestad,
hacia un túnel abarrotado de ecos, de compromiso, de memoria,
como se retuercen las pesadas puertas de un palacio vacío
al caer sin freno en el abismo de los siglos. Allí, donde todo
permanece quieto, intacto, plano como la piel del frío,
donde nada de lo vivo llega a nadie. Allí, nunca más conjugará el pestillo
el lenguaje secreto de las bienvenidas. Allí temes, allí desciendes
sin distinguir lo que se hunde, lo que avanza, lo que emerge,
pues es la luz tan prieta. Allí se comprime la luz pero nada se pierde
pues todo es ya, siempre, todos los futuros, toda la naturaleza,
pero como una mala amiga, como la traidora compañía que impone
en el orden de sus elementos la matemática de las pasiones,
viva escalera por la que descienden los hombres hacia su sepultura.

Y, aún, si rezan, si perjuran, si profana su corazón la frialdad del vacío
y más si untan sus pieles con grasas y arde siempre una hoguera,
volverán las puertas a abrirse hacia otras y más altas esferas
sobre las manos curanderas que devuelvan la paz a este intermedio.
Como se equilibran el frío y el calor, lo justo y lo pobre,
en la fragua maternal donde el tiempo se crea con esfuerzo.