No es la piedra lo duro, sino el agua que añade sed
a la sed. El pararse, no el camino. El callarse,
no el aire. Lo duro es el letargo interminable
que añade tiempo a la paciencia de lo oscuro.
Una sombra que enloquece de espeluznante quietud.
Es la devota firmeza, la fe más íntima de tu cuerpo,
la comprensión más cabal de tu entereza. No la estatua
de tus triunfos, sino el vacío pedestal del porvenir,
un bloque rígido y prieto, infinitamente endurecido
y a la vez roto. No es la fuerza, no el destino,
ni ese «yo» desorientado que se agota por momentos.
Es el alma, la esencia, el fantasma, desoyendo la insistencia
de una carne primera sobre otra anterior olvidada. Carne, dicha
de tal dureza, pero apenas brisa que descarta darse todavía
a la voluntad de los mármoles que lo aplastan todo. Pues
no es la piedra lo duro, sino la entraña de la entraña,
la recóndita luz, la voz impertinente, la sima dorada
donde el cuerpo se hace ternura de polvo y ondea
en su duración como una bandera blanca. No es lo duro
más que un rostro de lodo, una gruta de grutas, el laberinto infinito
de las estériles bifurcaciones. El fértil molde que invoca y labra
una forma perdida en avalanchas de arena. Estrella polar, giro,
planicie en la que el horizonte es la única compañía. Tarda la tierra
y es dura la moneda por la que todo se cambia, el precio
que no se rectifica, los surcos que no se aran, esa tierra,
la única fuerza donde todo es intemperie o herida abierta,
y que murmura como me hablaba tu voz aquella noche,
porque allí, solo allí, la superficie es profunda.

Es la ley que da forma al fuego, la que funda
el arco de la salvación en el que cada vida halla su altura íntima,
incluso si las almas surgen aún turbiamente mezcladas
en una inmensa maraña de deseo. Y por esa espesura
caen ya separadas hacia lo prieto y lo cierto
por el peso de una nueva creencia. Y eso es el mundo,
los restos, el rastro de un camino,
el eco de una voz perdida. El fruto caído que germina
en cada separación y ya sin saber por dónde se llega
a tu lado, o al rito de esa nada que es la piel
y el intelecto, el tejido que todo lo rodea. Hogueras
de aquella primera ciudad por las que todo se alza
y todo se extiende. Ur, Tebas, Nínive. Las primeras calles
como un cáncer de tiempo sin trabajo, cuyo ojo
ya para siempre se abre cansado al nuevo día. Cansa ser,
pero se construyen cada día nuevos edificios.

Es la ley, el desastre, el espejismo, la materia de la materia. Es
una fe más brillante que el sol la que doblega la mirada en cada forma
sin saber que en este mundo de sombras luminosas
ya arde, por ley o por azar, menos de lo que existe.
Sin saber que, roto el vacío, en cada círculo de fuego hay un centro
sin paz cuyo aire cierto eleva la voz hacia la aurora.
Fija mansedumbre de la luz, alto portal de la permanencia
por la que lo real penetra aún más en lo desnudo.

Tú, ya sin voz, sabes ya que hay una puerta sin fracasos,
un umbral, una estancia, un cofre en el que se guarda para siempre
lo más puro y elevado de cada ser. Y que aquello es la esencia del mundo.

Y si la paciente y todavía misma muerte te mira, no creas que te conoce,
pues solo comprende los absortos designios de la carne. No creas
que te mira, porque vives ya en esa región más allá del sustento
y la experiencia. Porque hay un gozoso exceso de ser
que se destila y se comprende respirando, un veneno de vida
que la muerte jamás toca. Ahí, cuando el trabajo se emplea en otra cosa
y no hay ya ganas de imponer esclavitud y dar la vuelta
a ese infierno contemplado de amistades ciegas. Ya ves
la mansa deserción de las ganas claras,
como se hunde en su sopor esa vagancia bondadosa ya nunca más
sinceramente cogida de la mano de la vida. Por eso, aparta de mí,
inmediatamente, tu mirada. Un nuevo camino se emprende
donde todo es regreso.