Trovadores sin camino. Si en el aire, si en sus capas de silencio
habitase una oración olvidada, eco del alma clara,
y llegase la riada de ser hombres sin cuerpo, sabiendo
de la moneda su siempre mismo valor, el rumor indescifrable
de la pregunta que se hace camino. Serían trovadores sin posada
que cantan el silencio de la soledad y llegan hasta las puertas
de una ciudad de murallas negras. Y, lo piensan sin decirlo,
termina así su viaje y se agota el pasado en la cumbre
de la vida que se apaga en lo más inmerecido del ser y ya
se arrastran entre sombras. Herencia de un tiempo inaccesible,
eco sin origen claro, sola secuela de un manantial incesante.

¿De dónde viene su voz? ¿Cuál es la fuente
de su aprendizaje? ¿Debe la esperanza tener una forma
concreta? Allí, donde por primera vez ya nadie espera,
ya no hay tiempo. Cada forma es para siempre todas las formas,
como cada cuerpo fue un día rehén de todos los cuerpos.

Y aún descubren todavía sus pasos perdidos.
Nada saben y por eso nada les espera. Descifran
solo un canto que cabalga como un caballo
perdido en las calles de una ciudad flotante.
Caballeros del subsuelo esos zorros que cada noche
son los príncipes herederos del único de los reinos.

Aborrezco cada nueva palabra, todos los dialectos, camino
en el fondo de todas las lenguas muertas. Dijeron:
«coge», «viene», «cuidado». Y el alma solitaria asediada por palabras
es ya menos alma. Y aún si nada se ha perdido el porvenir ya no es
el mismo lecho, allí otro orden se descuida. Música perdida.

Un llegar tarde o un no llegar. Una noche de baile
cuando ya pronto hemos de irnos. Me miras
sabiendo que tu mirada me lo explica todo.
Eres la fuente del mundo, la única verdad
de mi ser aquí, pues todo en ti concuerda. El todo. Por eso
llevar otra vida no habría sido más que una cuestión de azar.

Ecos, no poder, no soberanía, sola realidad presentada
que exige un respeto. Y el respeto se concede,
pero no la espera. No la esperanza y, menos aún, la compañía.

El tiempo que oculta el ser que se añade a los restos
donde una hay una bóveda protectora: llámala «trabajo», «dinero»,
«fuerza» o «amor», llámala «paz». Pero siempre es carencia.

El otoño que ausente persevera,
la compasión paciente, el mismo inicio
y la carne de su nueva espera.

Hay un dios oculto en la miseria,
una verdad yacente en el olvido,
y son las sombras de un misterio las que arden
entre esfinges sin piedad que abren la boca.

Es el eco, es la distancia, es el camino.
Es la barbarie que tranquila permanece
mecida por sus cien brazos de barro.

Se abre la puerta y hallo el vacío
de un corazón por su alma arrepentido.
Es la carne que triunfa en sus designios,
es mundo sin alma lo que se alza sobre mi hombro.

Donde esté tu mirada ese día.
Aquel será el desmesurado altar
en el que aún tarda la vida. Si apareciese allí
una absorta tendencia a comprender
y a dar el más allá de esa coincidencia
un alma rota al baile, aun sin palabras,
antes de intentar hablar, a duras penas,
con cualquier excusa. Si apareciese
con su mirada y adornos ocupando
el destino de quienes saben existir sin palabras
a través de una diversión compartida,
volvería a comprender el silencio
el muro de una unión que rubrica historias sin palabras,
amores de dos versiones que siempre mienten,
triste único fundamento de la música.

No hay recuerdos, nada más que esa antesala de la muerte,
esa alta jaula de vida en cuya vocación espera a darse
como se dieron las lágrimas. El primer recuerdo de ellas. Briznas
de turmalina de aurora-tensión en la que se ahogó la curiosidad
y despertó la ignorancia al amanecer y para siempre.

Ocupó la vida que sostiene el peso de creer hasta llorar
y acrecienta así su gracia, pues venció y abrió como rosa
el cuerpo, la vida como espina, y dijo: «alto el cielo,
puro baile inmóvil de pesadumbre tras las cejas,
el arco entre la tierra y tierra que resplandece».

Hijos de vacío y cal.