Queda en el aire ese vendaval
de roces, la escarpada suavidad
de las caricias sin nombre, queda
una estación que madura sin rostro
en el interior de un año oculto, imprevista
desbandada de pasos y de palabras
frente a la catedral de las imágenes,
frente a la hoguera infernal de las vidas
que nadie vive pero que aún arden, tan sagaces
como una tenue luz de absenta y pánico.
Féretros de hormigón nuestros abrazos
para esa vida más grande que nos abrasa
por dentro, esa droga íntima cada vez
más destilada, más abrasadora,
más ausente en los grandes vocabularios,
más impronunciable para las voces diurnas.
Esa hoguera sin rituales en De Grote Plas
porque el ser humano no es un ser de bienvenidas
y el instinto de posesión es la marca de fuego
de cada encuentro. Y al atravesar Delft
qué extraño aroma, qué extraña radiación
persistía entre los pliegues más frescos
de la madrugada. Esos que se abren
solo un instante, cuando nadie hay
en las calles. Aquel pasado intacto,
un mundo sin espejos solo cuajado
por relaciones directas. Todo ese tiempo
que pasaba cargado de una electricidad esponjosa,
porque hay una presencia que cuando la sientes
abre bajo tus pies el foso de las soledades
irremediables. Y has de ser un ángel, has de tocar
con tus alas de fuego las paredes de esa cueva
hasta entender que volar no es elevarse, que no es hundir el aire
en ningún pesebre de carne maldita, no es cambiar
la vida por ningún puñado de buenas intenciones
si aún alimenta el pan y duelen ciertas cosas
lo suficiente para que la fragilidad invisible
sea un secreto mal guardado. Tardan las sombras
en proteger con su oscuridad de luz antigua
los contornos precisos de estos bultos
inertes como el desconcido bucle de fuego
que reina sobre los campos de placton
en los mares boreales. Sagaces druidas
del norte, dadnos las huellas perdidas de los grandes pasos,
esas blancas columnas de saber para imaginar la ausencia
y para levantar aún más el techo de amar, para sentir
más claramente la intemperie tras la dulce tempestad.
La miel del hielo.