Para A.
Esto comienza cuando un trozo
de sombra entiende tu hambre
no como un fallo, sino
como una dulzura. Cuando nadie
explica por qué llueve tanto. Hoy
te veo enferma, te veo vieja.
He pasado la vida junto a ti,
pero de lejos. Eras
una montaña. Calles estrechas
y jardines. Ahora te veo fuerte
y amo tu fortaleza.
Pasé la vida junto a ti
pero no hubo más tardes. Viste mi ojo
y pensaste que no te veía. Te cansaron
mis palabras, te parecieron
la espuma de un error viejo. Y ahora me pesan
las palabras, pero más aún el obligado rito
de expresar lo que sentimos.
Una imagen en un espejo
es la única prueba de nuestra alegría,
pero ese espejo deforma nuestra imagen.
Hacemos muecas para vernos normales.
Somos el daño de nuestras alegrías,
el veneno esparcido de nuestra felicidad aparente,
el rechazo al que creemos tener derecho. Invasión invisible
de esa región que nos hace sentirnos queridos
y querer, sin saber que la capacidad de amar
se diluye en nuestra forma de buscar
lo que amamos. Ahí queda todo
convertido en una imagen, en un pacto
vacío como un saco roto
en el que solo admiramos
las fibras de una insistencia perdida.
Y eso es violencia
porque solo damos símbolos y cuidados,
nunca ya vida. La propia palabra vida
está muerta.
Lo que usamos
para no hablar de nosotros. Terminamos
convirtiéndonos en eso. Esas palabras son
el disparo que nunca falla.
Paso la vida junto a ti
sin darme cuenta a veces. El viejo busto de Verdi
es como una gran humareda.