Hin und her

Tera, ningún lenguaje nos conduce como tú
a las fuentes. Quizás es que el río de la vida baja siempre
entre los montes de la carne abatida y no quedan palabras
para explicar por qué hay cuerpos tozudos que en su delirio
se incrustan en las almas lentas en la primera noche del mundo,
por qué hay asteroides que caen primero, sin sentirlo, en la visión
de sus cráteres perfectos. Hoy no hay tiempo en cuyo nido
floten perdidos entre el sándalo y las mirras los
grises verdosos de los campos crepusculares, esa hierba
que nos hace cantar según la orden de hacer de nuestra vida
una ley universal para la que no haya ni antes ni después,
ni aquí ni allí. Alma que contempla la belleza de un dios solemne
destruido en el juego de sus individuaciones.

Tarde, ya en cada rostro cada célula es una niebla que cae
sobre la esencia que la hace prescindible en el momento
de su muerte. Y es así porque al principio
todo surgió con la condición de darse
como fugaz. Todo es rechazable. Todo es destruible. Por eso
ni los hombres ni la vida existen. Como tampoco existen
las palabras encadenadas al hábito de su íntima desintegración. Vemos
el estropicio de la luz inerte. Nadie entiende lo que otros aman,
de nada sirve el corazón que late fuerte si un cuerpo
se disfraza en la cama de otro cuerpo, si en cada roce
brotan ramos de flores invisibles y cada caricia conserva
entre sus fibras prietas y entre su canto
el destino del fuego indetectable de lo que va a hundirse
en las profundidades de una intimidad perfecta.

De nada sirven los cuerpos si no se habla, de nada las palabras
si no se vive para dar luz a este mundo cerrado en el que
ya cansa ganar siempre lo mismo. Cuando lo que multiplica la vida
no es ya la vida quedan las voces libres
sobre la nada.

Darse las manos
como el veneno de la vida,
como la noche del polen.

Tanta es la fuerza de la luz,
tanta la fuerza del canto,
tanta la fuerza del camino.

Fuerza hecha del gasto, fuerza del cansancio, fuerza de estar siempre
expulsándose a uno mismo. Fuera de sí. Cuando algo vuela
por todo lo que se arrastra y duda. De nada vale el río de la vida
si por cada calle baja un río preñado de imágenes.

La nutria, el corzo, la serpiente.

No hay otro camino. Se entra en el paraíso olvidando
lo que puede ocurrir. Se conoce la inmortalidad cuando se ignora
lo que puede existir. Sin miedo, porque se mira cara a cara
lo que en el mundo es incompatible con la vida,
la maquinaria que la aniquila o doma convirtiendo
el misterio de sus raíces en certezas romas.

En cada frente de lo posible hay un precio que se paga
con la vida, que nos dice que solo haremos algo
dejando de vivir. Y esto no es nada,
palabras sin más bandera que las brumas
de su ocaso, sin más nido que el ruido,

sin más justicia
que la del corazón clandestino.

Nunca se equivoca
lo que no se convierte en nada.

Vuela. Como vuela el aroma de la rosa de calcio, de la rosa
de todas las destrucciones. ¿Hacia dónde
soltar los huesos? Cielo de otro mundo. Cuanto más se vive
más debe verse la vida desde fuera, como si doliese cada estambre,
como se despliega el remolino del rocío sobre los musgos,
como el serrín húmedo de los árboles talados,
ese potente cianuro que a estas horas ya desdice el aire,
la luz y el frío. Como esas levaduras que flotan
sobre el mar de las fuerzas. Algo cada vez más primitivo
que nos espera. Como si doliese, pero vamos a correr
hacia ese regalo.

Nada protege quien tiene las manos porque su papel
no es otro que el de ser guardianes de esa muerte
que es de todos y de todo. Conservan intacto
y quieto, lo único que se comparte. Adoptando la forma
de todas las entregas. Equilibrio de la luz que tiembla
recogiéndolo todo. Luz cuya enmienda se derrama
ardiendo entre lo aparentemente cumplido,