Qué poco tardan en renacer los seres
que sufren la condena de ver
cómo se extiende el daño. Los que se preguntan
quién agrandará tanto su mundo
como para arrinconar lentamente
las laderas devastadas
por incendios continuos. Quién
sabe ver a través de las cosas,
encontrar la humilde transparencia
que importa más que la luz. Aquí en la fondamenta,
donde la suave ebriedad de nuestra común armonía celebra
la fragilidad de la levedad y la desenvoltura. Tan sutil
que nuestros cuerpos hoy parecen ser de un fuego
más ligero que el aire. Enhebrados como una niebla dulce
sobre las viejas marismas de la materia. Invisibles, flotando
sobre las cumbres de lo que no puede existir, más allá de la vida, más allá
de toda experiencia. No. No somos lo que se vive ni lo que se cuenta,
somos lo que existe. Lo que permanece y comprende todo. Somos
irremediablemente esa vida fuera del tiempo cuya soberana audacia
ignora con desdén los vagos imperativos de las cercanías falsas,
las que arden como charcos de brea cuando el Gran Teorema
abandona la agotada geometría de la ceniza, las aristas
de lo que ya nunca se acerca, de lo que no se hace presente sin forzar
una venganza mayor. Pues donde no hacen falta imágenes para vivir
solo se siente el temblor común a todas las cosas, eso que de repente
se desdobla en el vuelo inesperado de unos pronombres,
lo que emerge en el brote eterno de las fuentes insondables.
Así la vida está ya en el aire: no se vive, no se representa.
Así la alegría solo se siente allí donde está la alegría. Aquí
la vida es tan pura que destruye los fundamentos de nuestra comprensión
y nos abandona como el vuelo de un pájaro cuya existencia
no puede comprobarse.