Oscuras lágrimas dichosas, viejo plancton,
vida en suspensión que determina la única
y pesada fecundidad de las simas con todos
los superiores restos que descienden, uno
tras otro, como sucesivas oleadas de carne.

Estas algas ciegas ya no dan fe
de ninguna luz, porque se complica en cada instante
su abrasada naturaleza, porque ya descarriadas
sus espesas clorofilas se hunden irremediablemente
desde lo más íntimo de cada vieja conversación
hacia estas palabras de plomo

porque ya los montes descifrados fueron
avalanchas del barro que siguió al barro,
y ya desembocó el agua y desembocó la arcilla,
y las arenas y las piedras, las agonías y los pasos.

Extraño lecho suburbial o submarino,
futura inmensa cordillera de terribles separaciones,
de distancias que se comprimen y que en su máxima
cercanía, válida cercanía, seguirán siendo distancias, huecos,
nichos que habitaran otros reyes destronados,
otros amores rendidos. Restos de una felicidad intermitente
rota en cada instante por ausencias que aún congelan
tus últimos huesos. Por fuerzas que abandonan para siempre
los remotos confines del lenguaje. Y sin labios ya ahí
estas palabras ya se juntan con el polvo y la ceniza,
ya desmienten lo que en otro momento fue vida,
y ya se entienden como la escueta fórmula química
de la gota densa de un vinagre, de la resina
que ha proclamado en vano toda su adherencia.

Así descienden por mi memoria cientos de cuartos vacíos
pero puede que en algún lado también se abran
las puertas de los espacios de las más hermosas
nutriciones como un oro nunca antes descrito.

Bajan por las calles del fondo también los nuevos aires
a veces. Nadie sabe aún cuántas vidas caben en el tiempo
ni por qué subsisten las más sutiles impresiones más allá
de la muerte. Pero diré simplemente: «Vengo aquí a plantar
mis raíces en el abismo y esta es mi verdad y mi cántico».