Yet lies not Love dead here, but here doth sit.
— John Donne
Todo pasa aún dentro de mí,
no veo el rastro de las cosas
ni su sombra. Puedo celebrar
la puntualidad exacta de cada hecho
en esta calle de prieto cemento, pero menos
de lo que estorban los rituales mal hechos,
esos rituales que tuercen el tiempo hacia
la íntima ruina del éxito. Todo ese tiempo
perdido.
Y ahora que no me ves, ahora cuando el espejo
me devuelve desconfianza y tedio, ahora
que todo nuestro existir quedó bien nivelado
entre las cuatro esquinas de un cuento,
ahora las palabras se adaptan como olas
al litoral difuso de las noches. Pero
aún recuerdo tus manos
como si fuesen obleas de luz
y como si la luz fuese la voz
que enloquece los relojes y que diluye
las precisas consignas de estas nuevas noches.
Ahora es cuando cuaja sin contemplaciones
la irrevocable presencia de la nada, pues
quien conoce la pérdida vive la pérdida
por adelantado. Y quien conoce la luz vive la ausencia
de la luz sin comprender la nueva ceguera pura
de lo que eternamente deslumbra.
Ahora todas las fuerzas son una fuerza
y una fuerza es todas las fuerzas. Pero
ninguna fuerza ya es una razón de ser, sino meramente
el ciego desencadenarse, un ritmo inexpugnable
al que deseamos llamar ‘yo’. Un rastro perdido
al que ser fieles mientras baila. Ojalá
que no sea ya tarde para bailar los dos
este mismo baile entre cunas y tumbas.
En esta pared hay un cuadro
de crisantemos o dalias. Copia imperfecta
de una copia, imagen de flores inexistentes,
como esas vidas que son la fuerza
de las vidas inexistentes. Como hay un río
de leche de luna dentro de cada piedra. Y eso
deslumbra tanto como las bandadas de cielo
que hay dentro de cada pájaro. Pero recuerda,
que también tuvieron hijos los hombres. Y que en sus hijos
escondieron sus palabras, dejando para ellos
las ganas de vivir. Perdiendo así
el miedo a la muerte. Pero
hoy
veo que tus ojos descartan con prudencia los
pligues de mi piel entre las fuentes de tu vida. Y
ya yace, condenada, la mansa disidencia
de mis células, cuyo oscuro metabolismo
de frío, yermo, es la cámara secreta
en la que enloquece el deseo.
Cada nuevo mar encadenado
como una esfera sin sueño
por su rota voz, y su soledad
destruida para doler más sola
en el insomnio que madruga
hacia la vida en cada instante,
y cada vieja vida presidida por
el mismo viejo amor que en los desvanes,
son como la acumulación de unos años
todavía incompletamente perdidos.