Marca un aguacero el día del silencio
como un día sin tiempo cuya fecha
no se encuentra entre otros días
sino que surge en una explanada de voces
que de repente callan. Hay un calendario
de bocas cerradas en el que cada santo
es un agujero en el lenguaje, una palabra negra
que habita en tus sienes desde que naces.
Hay un mensaje que debe perderse,
algo incrustado en la noche
en la que las familias duermen,
cuando llueve en un parque
y allí estás solo. Un mensaje
que te gritan todas las gotas
y todas las cosas y no lo quieres
entender, pero lo sabes:
sabes que es tu condena,
pero también la condena
de lo que ante ti se muestra. En eso
están de acuerdo el bien y el mal
si en verdad caminan juntos y se hablan. Esta
es la voz cercana que se siente
cuando todo está en todo. Es
el limbo secreto, lo que ve
ese ojo furtivo que no duerme
y que siempre abierto descifra
el mensaje que debe perderse.
Callamos, porque hemos pasado ya por encima
de todas las tumbas y porque el tiempo perdido y el porvenir
te acunan igual que hiere la flor de la vida con sus espinas,
como el sacramento de cada resto en el que vives
tu esperanza y tu fracaso al mismo tiempo.
Has visto algo terrible que escondes,
la espuma de un ser cualquiera
donde el yodo y la sal de las olas presagian el polvo
de los nuevos caminos. Llevas en tus manos
toneladas de tiempo que explotan y te cuidas
porque sabes que tu voz y tu bondad son el imperio ancestral
de un rito siempre vivo y clandestino. Que debe perderse
y que se pierde en cada instante. Y que en cada instante renace.
Sabes que aunque la nieve sepulte tu pueblo cada año
no hace falta que se apuren las tardes desechas del verano
pues una vez ya completaron el mundo unas palabras.