Está inscrita en tu mente
la función de romper y proteger,
el mandato de destruir y salvar,
pero aún no comprendes
lo que esconde la sagrada alianza
que aún veneras en tus noches lúcidas.
No sabes que las flores del bien
siguen enterradas, y que las raíces del mal
cubren tu cabeza como las densas copas
de los árboles de tu infancia.
Has de buscar todavía
el tronco negro de la rosa
en la infancia de la infancia,
la belleza aletargada que sobrevive
intacta donde nadie respira.
De allí debes volver
cabizbajo y callado, pues notarás
que tu interior fue destruido por el fuego
en el que se apoyan los cimientos de todo,
por esa soledad de la que se nutre el amor
y en la que el amor desemboca.
También surgió del ruido
el metal templado en la esperanza.
Ya algo expresa esa vida más intacta
que la dureza del mineral más puro, que el suelo
más profundo, y si hablas tranquilo es porque
en sus vacíos y en sus desiertos esa soledad
es como un riachuelo de miel.
Miras ya de lejos porque ya fuiste un hombre,
ya fuiste un árbol, ya fuiste un pájaro
y fuiste el silencio que fraguó la caducidad
de todos los pasados. Ya son ceniza los recuerdos
y las palabras se anulan entre sí.
Llámame hombre y ladraré. Llámame perro
y ante tus ojos levantaré una catedral
de miedo y de esperanza.
Solo así se establece
la paz en las alturas.