No quiero que el mundo decida
lo que amo. No acepto que el tiempo
sea el cemento de una intimidad que nunca
se expresa. Si hay un secreto, no debe ser el fruto
de los días vencidos ni una piel interior
esquilmada en la cruzada de los calendarios.
No voy a ser la tragedia que no quieres
que te cuente, porque no soy sangre caliente
vendida en un mercado, sino remolinos de hojas secas
que flotan en estaciones sin tiempo. Serías mi luz,
pero no puedo ver con tu mirada. No me miraste más,
no esperaste a que tus ojos fuesen mis ojos. Has de ser tú
quien encuentre las palabras, la oración, tú
quien cruce el río.
Y ya sabes que hay una calle estrecha
que baja a dar a una pequeña plaza con dos tilos
en la que el viento del este cuando llueve
pone más agua en una tapia y en un portal, agua,
con más frecuencia que el resto de vientos,
que el resto de lluvias, que el resto
de esquinas del mapa con todas
sus regiones astrales y todos sus destinos
dan como don al resto de los poros construidos
míseramente en ese lugar. Lo sabes
porque esa es tu casa y en esa calle
no respiran ya los fantasmas de la justicia
ni se ejercen las habituales fuerzas terrestres. Ahí
se cuenta que aún habitan la salivas
de ciertos sabores, la extraña química
de nuestras viejas nutriciones, lo salvaje
de destruir con acierto las atalayas del tiempo
esperando un despertar unísono que siempre vuela
cantando. Como las hachas de luz que rompen
los antiguos males, las antiguas pobrezas,
los viejos reproches.
Tus palabras
como uñas lo luchan todo, tu mente
es el cáncer de la muerte, el vacío abrasador
que corroe las celdas más tenaces
del frío inmóvil, como esa joya que en un cofre de estaño
habita con su brillo los huecos más inaccesbles e intactos,
los tronos más íntimos de la nada. Ahí no tengo ya voz ni rostro
sino una máscara de flores marchitas, viejas
ofrendas, flores de lo que jamás ocurrió y de lo
que nunca se supo. Restos de ceniza y de esa mirra
que aún arde entre mi pelo. Porque aún bebo
como cuando decían que fuésemos terminando
en el Brockley Barge, cuando aún con media pinta
sabes que la eternidad vale una prisa
porque ese alcohol va a subir
descubriendo la amabilidad escondida de tu corazón
por Harefield Road. Porque una noche fuimos luciérnagas
y aún así entendimos que el mundo debe ser sólo un límite,
algo que no pertenece al dentro ni al afuera,
es ley que rige.
Así podemos entender también
que la conciencia atormentada de la historia
siempre es la misma. No hubo tiempo
al principio, porque no puede surgir el tiempo
donde no se espera nada. Por eso debemos
entender la creación como un instante de asfixia.
Piensa en cada rincón de la noche y en cada techo
cuando solo hay tiempo para el pánico de ser nadie
y nada nos demuestra aún que no fueron siglos
de imaginar una presencia solamente. Con esta vida
apenas si he logrado entender que la hay, que hay
presencias posibles. Acaso esa fue única tarea,
hallar las pruebas de una posibilidad improbable,
aún sin cumplirse esa promesa que recuerdo,
cuando la primera célula sintió que se atrevía. Pero así
he llegado a la claridad y a la fuerza
que me permitirían nacer otra vez
aunque siempre vuelvan la vida y sus planes ridículos,
las risas vacías, los pasos inconscientes y los coches
tan absurdos como insectos subnormales. Temo
morir de repente en cada instante, sin esencia.
Y es mejor
no pensar dos veces nada. Los pies queman,
pero no aquí ni allí, pues cansa la verdad
del tiempo caducando en cada instante
la demora de esos brazos que respetan
la lógica de las fuentes y la desembocadura
de los grandes caudales. Y cansa
el contagio repetido de los verbos intermedios
porque su acción incesante es una eternidad secundaria,
es el residuo inmortal del amor imposible.
Queman. Aún nadie sabe si esta vida
es la que se vive o la que se agradece
como se alaban todas las buenas
acciones. Sin compartir nada. Tal es así
que dicen que fuimos la fruta verde
que queda en el árbol.
Y ese es el sol que late y se detiene. Sol
cuya luz parada es tu vida inmóvil, luz pura
de tu vida sin olvido. Y sin que te des cuenta
hay quien ha guardado todo lo que has vivido, ves
que no falta ninguna sensación, ningún instante,
y yo ahí sigo, como un animal pequeño, una mala
hierba, un clima huraño, y me pregunto
cómo puedo romper los barrotes de tu eternidad.
si no quiero el perdón ni la libertad, solo quiero
que mis faltas sean una catedral, un barco que busca
un nuevo mar o un nuevo sol, algo que no pueda
mermar porque mi odio es aún como una gran columna
en el desierto. Pero quien vive en la cueva del mal involuntario
vive en una choza siempre esclava de los vientos.
Y por mucho que me esfuerzo no sé qué es este regalo,
ni qué esta condena de luz prestada. De este universo
no veo la luz en sus cimientos, no comprendo
la doctrina borrosa de lo bello y de lo justo
y estoy siempre enfadado. Sordomudo, no percibo esa verdad
y hay una voz dulce que me falta. No aspiro a ser juzgado
con clemencia. Cristaleras, arbotantes, piedras testarudas,
muros opacos de mis labios agresores. Quiero vivir
extraño y sin cuidado. El tiempo es ese fuego
que quema lo posible. Esa catedral,
esta mesa, estos platos, las pocas cosas
que aún no duelen. No aprendo a vivir,
no entiendo estas lecciones. No entiendo
el idioma de tus labios ni el lenguaje de los siglos.
No entiendo esa alegría siempre al margen del camino,
no sé lo que es vivir, no sé esperar para nacer,
no sé de quién será esta casa. No quiero que el mundo
decida lo que amo.