Las montañas son tiempo, los océanos son tiempo
— Eihei Dogen

No hay malas noticias. Pero la destrucción
invisible está siempre ahí y ya falta poco
para que la nueva felicidad
se dirima en un viejo cansancio.

Los que aman aún no saben lo que aman,
y si debajo de la tierra hubiese
otra tierra milagrosa,
si debajo hubiese un valle,
convendría a lo que se finge amar,
y no a lo que se ama. En este lugar
nadie cumple la promesa de vivir y poco a poco
así se mezclan las sangres de los verdugos
y los supervivientes. Una cortina, un telón, son los días
que se agolpan entre sí como una cascada tupida
que nos confunde. Como secretos a la deriva
cuando el odio y el miedo se mezclan. Las palabras no valen
nada. Sabemos tanto que su aparición ya nunca
es presencia: los días de vocablos puros como ruiseñores
ya no definen sus estaciones, ya no nos marcan. En las palabras
los rostros fracasan. Quienes no nos conocen dicen querernos
y se alejan quienes aseguran conocernos, adornando su rechazo
con el regalo de su sinceridad. Hay que agradecerla,
pues el desprecio es el gas exterminador que respiramos.
Todo hay
que agradecerlo.

Todo es tristeza, pero nada es sufrimiento.
He jadeado y he sangrado girando
desesperadamente sobre el mismo punto
sin saber si tal agotamiento
aún puede llamarse vida. Pero mi mala semilla
aún es una fuerza que espero aprovechar
de otra manera. Es un dolor desesperado
e inofensivo. Manso. Sé que mis palabras
desatarán un día
todas las horcas.

Sé que mis palabras mancharán un día
todas las limosnas, que son
como cerrojos de sangre. Mendigo dócil
o mendigo loco. Oscura casta
de huesos molidos.

Porque se puede amar de nuevo el tiempo. Puedes
cambiar desde este sueño todas las palabras,
cruzar la puerta, salir. Que nadie
vaya contigo pero que nadie calle, pues
la vida pura está ya para siempre
coronada por el tiempo. Voy a romper esta cerradura de cera,
esta cerradura de miel. ¿Cuál puede ser
la altura de una luz
siempre apagada?

Se puede amar de nuevo el tiempo.
como si cada forma fuese una retractación,
como si cada ser fuese el dudoso fruto
de un largo arrepentimiento. No estamos muertos,
el árbol crece todavía.