Convertir cada pequeño instante en palabras
exige ser menos y más que el propio tiempo, temblar
en el agua bulliciosa en la que hunden sus raíces
las coronas de musgo. No ver ni oír, solamente saber
que retumba el frío entre las paredes de esta piel
por la que caigo. No veo ni pasan ya mis dedos
más páginas del aire y en tus manos
una nube de cansancio se transforma
en tranquilidad. Sin embargo, no debo
recordar las imágenes por las imágenes
y sí el lenguaje que habita el abismo
que hay entre ver y hablar. Siento únicamente
las hojas de un árbol inmenso. Pienso solamente
la raíz de un árbol inmenso. Veo como se diluye en el aire
el tronco de la realidad. No sé dónde estás, solo sé
que los kilómetros empujan nuestros días, y si aún quiero
comprender la esencia de tu recuerdo es porque un día
creí que éramos iguales. Y porque hoy sé que así se abre
la flor del desencuentro.
Están los hombres de espaldas y me recuerdas
lo inútil de alborotar el cansancio de madrugada
aunque vuelva mi alma hirsuta y desgarrada
a arrojarse al frío, como vuelven los musgos y el liquen
a contemplar el aire del amanecer
día tras día. Porque te veo a través de mi infancia
y sé quién hizo que la paz de ese vergel se mida con el tiempo,
sé que en cada dolor habita una venganza, y aun si no es posible
bien quiero salvar todos mis errores, ir al infierno
con aquellas culpas. Albergar un amor más puro, uno
que ya no será de este mundo. En el fin de todo. En el cofre
de los silencios. En la repetición imprevista
que no se resuelve, en lo que eternamente falta,
siempre tan estricto e inservible. Incluso si tu edad
ya descarta lo previsto y lo imprevisto, incluso
ya eres la esencia completa a través de la que vivo
lo que no debo nombrar.
Cada idioma es lo que no puede decirse, un sol
de temor y vergüenza, la razón por la que en cada silencio
algo se desangra. Lo que hay fuera
del cofre del idioma.
Son solamente frases lo que destruye
la presencia, lo que nos lleva
a las oficinas de lo dicho, a los juzgados
de la felicidad permitida, a los mundos
de las compañías posibles y de las soledades perennes
si cada conversación queda absorta en su incapacidad
más íntima, como partículas que flotan en el vientre
de la supervivencia.
Pero tú recuerdas todas las contorsiones, todas
las anegaciones. En aquella cabaña está la fuerza
por la que el cuerpo ha ido adoptando esta forma.
La paciencia en la mirada
hace respirar a las piedras.