Mundus et in eo terrae, gentes, maria, …. insignia, insulae, urbes ad hunc modum se habent, animantium in eodem natura nullius prope partis contemplatione minore, etsi ne hic quidem omnia exsequi humanus animus queat. — Plinio

Cuesta saber si la memoria arde como una hoguera
o si florece como una rosa. Pero ahora se entiende
lo que es perderse entre la llamas de lo inesperado
y lo incalculable, lo que es flotar sobre una niebla
de voces remotas. Ya basta. En esta tierra definitiva
un río entre columnas desemboca en un estanque
de cuyas orillas emergen escalones de piedra,
una gran grada rectangular, una gran plaza acuática
rodeada de viejos panteones. En un rincón
hay una fuente, en otro rincón un árbol. De la fuente
no beberás, pues llegarás al árbol y dirás
que hay una verdad más fundamental que la sed,
porque a esa plaza sin tiempo ni temperatura
llegan solamente verdades simples
y solemnes. Porque el tronco de ese árbol
es el tronco de una verdad que nadie conoce,
la que solo se vive compartiendo
las esferas interiores del tiempo, la quietud
que cambia de lugar quedando intacta, el lugar
inmóvil en el que se esparce en desbandada un eco
de contornos frágiles, como se desmiga
el hojaldre de caricias del cuerpo oculto,
ese alrededor en el que se diluyen como espectros
las viejas siluetas de nuestra desidia. Así este agua
contiene el zigzag submarino en el que habita la ley
de los maremotos.

Verás que entre los panteones se abre un mirador
en el que se celebra una danza. Aquí nadie distingue
entre el orden y el caos. Ya son lo mismo el amor
y la indiferencia. Aquí no hay formas,
solo se siente imposible el tamaño
cuando de repente lo te rodea
lo que llevas dentro. Eso es
el reposo incluso si una vez
un tiempo compartido
fue la herida.

Ya no es la soledad lo que cuenta. No huele
el aire ni el aroma, la frontera entre la esencia
y eso que se deja impregnar por las fuerzas vivas,
pero detente. No es la mano lo que vive en la vasija,
es el torno. No es la flecha lo que hiere, sino el aire
que llena la herida. Así te preguntarás
cómo tembló en ti en cada instante el mundo entero
sin darte cuenta, cómo los antepasados se acunaron entre sí,
por qué solo en ellos se mezclan las capas del aire. Por lo maduro
porque cuando el tiempo tiene la dulzura de la nada sobre la nada
las almas ya solo quieren compartir el secreto de lo que estremece.

Pudimos. Y sabemos que nuestras capacidades
fueron el peso que nos hizo sumergirnos
en las profundidades de lo posible. Pero solo eso. Fueron
grandes bloques erráticos de luz. Eso se sabe. Y todo es irreal
cuando la verdad triunfa. Esa es la gran revelación, esa
es la raíz de la gran transformación que cada ser
experimenta al menos una vez, eso que sin saberlo
se reza. Por eso cantamos y bailamos. Para recuperar
lo que no somos. Cómo fue. Qué pasó. Pensarás
que la calma es un destino allí donde el amor figure
entre los diversos rituales de la apariencia. Pero no
saques conclusiones rápidas. Aún no has visto
los verdaderos ojos. Nadie sabe todavía lo que guardan
las habitaciones secretas del corazón, no se ha hecho de verdad
el milagro de encontrar la vida en lo poco. No conoces
la vida que florece cuando la vida falta.

La luz es lo invisible. Hay una luz que comprende tu lucha,
la robusta fragilidad de las uniones dulces, el íntimo
desequilibrio que habita en la estabilidad perfecta
eso que se rompe en el centro de la nada
para que el mundo exista.

Ten confianza. Si la palabra tarda es porque no hay más camino
que el silencio luminoso. Cuando las distancias y el olvido
son la más perfecta forma de vernos. Vernos donde el tiempo
y cuando el espacio.