No vamos a dar nada por cierto. Las casas trazan
en su parte trasera una línea que se interrumpe
en el lugar en el que las zarzas cubren los muros
y se vuelcan sobre el canal, y allí ya
no se puede pasar. Sobre lo que ocurre, nadie
se atreve a decir nada. No se impone
la ley del silencio, solamente, a raíz
de una complejidad que no se siente ya como extrema,
nadie sabe nada. Hay sensaciones imprecisas, resonancias
cordiales que presienten un daño y lo ignoran. Los carros
regresan lentamente por calles embarradas, pero la lumbre
es suficiente y eterna. Aún sobra un tiempo robado que no se usa,
sino que fluye y desemboca en el descanso innecesario
del que gozan las mentes en blanco, que les lleva
a intuir en su proximidad algo difuso. Inquietante, pero no
particularmente bueno o malo. Quizás no es esta la mejor manera
de sentir de otro modo el paso del tiempo. No nos conduce
a ese acto de conciliación espontánea que experimenta
el grupo de personas se forma en la calle al contemplar
un accidente o un espectáculo. De hecho, si nos fijamos
distinguimos en ello una vieja forma de hipnosis
colectiva. Una embriaguez letal, y no la espuma vital
de las músicas ni de danzas precisas o caóticas. Una curiosidad
que se disfraza a veces de voluntarismo y empatía. Lo que fusiona
nuestras almas no es un estado de ánimo peculiar, sino el gozo
de esa mímica secular que nos acuna y enerva. Demencial
mise en abyme, agujero negro, abismo recortado
con precisión técnica detrás de un inmenso telón
de aburrimientos. Es la misma muerte tranquila que a algunos
sorprende entretenidos. Y es un misterio. Y quienes han llegado
hace un momento no intuyen ni lejanamente de qué va esto
y cuando el espectáculo concluye y las monedas
suenan golpeándose entre sí nadie sabe qué habría ocurrido
si no se hubiesen detenido en aquel lugar. Cabe pensar
que nada alteró su esencia, que nadie se apartó de su camino,
pero al menos ahora intuyen que hay una perfección que es por sí misma
un fallo. En la exactitud del reloj también se esconde
la ley que le hará fallar en el momento preciso
en el que el tiempo nos subyugue como empapándonos,
como invadiéndonos como si fuésemos esponjas
diseñadas para absorber una abundancia operativa, fecunda
como una actividad industrial socialmente provechosa. El fallo
es el nuevo motor de la economía, así lo afirman
los grandes expertos. Pero nada de esto era así entonces,
nada era así, aunque tampoco teníamos presente
la belleza de las cosas y de la vida misma. Agujeros, tubos, túneles,
pero hacia dónde se abre la desembocadura de cada ser
en sus ganas de vida. En ese gozo imparable, incontestable,
quién lo sabe mejor. Podemos vivirlo todo pero
en algún rincón alguien conoce mejor nuestra vida. Y allí
el acto de contemplarla fríamente estará más vivo que nosotros mismos,
tomados de uno en uno o tomados juntos. La civilización, aún en el instante
de su máximo apogeo, parecerá inerte como una piedra. Cada vida
quedará impresa en el cosmos como un ligero brillo microscópico,
inmóvil, fijado eternamente sobre un río de nácar. Formamos
un círculo. Las tribus arden. Corrib
de nácar, tan hundido en la materia, tan atravesado por esa
luz sólida, que aún, hay colinas de musgos que derraman sus salivas
hacia un tentáculo de yeso que recoge a través de sus poros toda
la clorofila. Todo allí canta. Cada resto de alga encierra sin saberlo,
como una premonición cifrada, el sonido del arpa en Shop Street,
cuando a finales de otoño ya nadie se para en la calle
a estas horas. De las puntas de los guantes salen unos dedos
jóvenes y hábiles, pero los detalles con los que se planificó el mundo
no contemplaban la reacción tardía de los últimos paseantes. Un gesto
tan innecesario que demuestra que buena parte de la vida
es innecesaria. Es la herida efervescente a la que llegamos al saber
que nuestra vida en el fondo es el combustible de una ilusión
que nos es ajena. Igual que la felicidad de las mascotas centellea
y se amplifica en las plataformas humanas hacia un gozo superior,
así nuestra vida entera es el juguete roto de una inteligencia mayor,
de una mano cada vez más inmensa e invisible. La empatía
de la gran empatía, la alegría de todas las alegrías, lo único único,
lo que convierte en canto el ruido y aviva el rumor apagado,
lo que descubre la impotencia de todo a lo que llamamos poder,
lo que hace aquí diría que es innecesaria la música y el aire de yodo,
porque la verdad es un pantano en el que ya nada de lo que se comparte
nos une, porque incluso la forma arquetípica de esa unión es una flor
cuyos pétalos se dividen para siempre. Aunque fuésemos juntos
al Crane, como otras veces. Tantas
otras. Pero, sí, por fin ya unidos en el conocimiento
de que el deseo no vale nada en la penumbra del ser, por fin
lo entendemos. Que un deseo que equivale
a otros deseos es un deseo preso, subsidiario,
carente de la locura indomable que desdibuja las fronteras
del capital, de la paz, de la religión y del sol. No bailaremos luego,
nos dijimos: lo que hoy hemos conseguido
es lo mismo que hemos perdido ya para siempre.