Han vuelto los trogloditas a las brumas del Mosa
y las cartas abiertas sobre la mesa han de leerse
una vez más antes de que en la madrugada el rocío
halle en tu ausencia la estructura de una dureza aberrante
como la atmósfera que cubre los viejos pantanos. Quietas
entre los sucios quásares de tu ancestralidad permanente,
romas como un cuchillo rescatado entre el lodo, las noches
han dado su miel al frío y en Rotterdam
quinientos tipos de metales pesados
son llevados en barcazas hacia el Atlántico,
donde las noches aún esconden imperativos
insensibles. Óyeme: donde no haya descanso
permaneceremos más quietos que los vigilantes,
atentos a cualquier rastro de las primeras
salvaciones. Pero has de saber que se han perdido
quinientos bueyes y que en las cuevas de los titanes
se celebran grandes banquetes, pero allí no está
la salvación. Quienes conocen los planos y aristas del terreno
trazan caminos por las emboscaduras
y han llegado a una región incierta a la que se accede
a través de una montaña. Las casas desde allí parecen flores,
y las flores se anudan como crisálidas de cúpulas irisadas
y zigzagueantes. Ten cuidado. Esta es la estación
en la que los animales indomables caen en pozos
de zarzas revoltosas, pues ahora muda su piel
ese terrible dragón celeste que aún nadie ha visto,
y la nitidez del azufre y la perfección del vidrio
caen sobre el nitrógeno y el cuero negro. Quietos remolinos
de whisky y tabaco. Bloques. Como grandes planchas metálicas,
últimas compuertas. Y saludan los viejos amigos de las pirámides
y los ángeles sobrevuelan los densos promontorios,
fulgurantes y ebrios. Son los reyes de la vida.