Quien habla con su voz y en ella
la dulzura de obrar bien sedimenta
como la savia de un árbol lleno de paciencia
cuando el verano termina y la verdad
sangra, pero no duele. Vida, tiemblas
como esas gotas de rocío aún extrañas
en la madrugada, como la incertidumbre
cuando se siente toda junta al mismo tiempo,
de extremo a extremo: por qué moriré, por qué
no fui amado, por qué las verdades de esta tierra
apenas son apariencias en una vida más perfecta,
por qué el cuerpo perdido ya para siempre no deja
en su adiós de ser una flor. Y por qué esta noche
es la noche de la división de los secretos. Esta palabra
pongo en tu silencio. Este silencio pongo en tus palabras.
Y esto es la torre de tu presencia. La eficacia de sus defensas,
la belleza de sus ruinas, para que otras tardes, como aquellas
que pasamos junto al castillo de Menlo, se mantengan
intactas en el olvido. Lo entiendo todo
y en esa verdad naufrago. Pero escucha, no somos cuerpos
pues la materia es el fruto de una decisión humana,
es la manzana del árbol de nuestro pensamiento
y estas son mis ramas y esas tus raíces. Y estas hojas
que separan las palabras hasta el límite de lo incomprensible
bailan allí donde la madera no filtra ya la luz, allí
donde la leña crepita y el fuego canta
en su viaje exterior. Pero el rocío tiembla
y su temblor no carece del poder de las llamas. Y es que
los primeros signos de la mañana también desvelan
una eternidad insistente.