Lo fugaz es siempre
infinitamente divisible. Los horizontes
apenas demuestran el tamaño menor del ojo
y en esa agotada dimensión hay un logro, obviamente,
pero nada ahí indica que la desnudez convierta los abrazos

en alas. Pues lo que duele es ya
algo demasiado inconcreto. Y lo que soñamos
tensa demasiado las cuerdas para que nuestros logros
sean tenidos en cuenta ante el tribunal de las intenciones.

La ecuación del dolor demuestra que cualquier gesto
fue más justo que el amor. Qué esperar. «No te quejes»,
me advirtió: «la ecuación del dolor pone nombres, pone fechas». Y sí,
es parte de lo que en el inicio fue una promesa y hoy ya es
el conjunto de todas las vidas. Pero por qué pensamos
que no hay nada más profundo que la vida, cómo demostrar
que esta vida no es más que una piedra inerte
frente a una luz mayor. Cómo cantar sin huir.

Ya no hay ortigas al borde de los caminos.

Se pueden explicar las palabras, pero no el cuerpo
y el pasado no susurra, golpea
hacia los árboles
que todo lo conmemoran. La fuerza de los descubrimientos
te advierte que el animal nada tiene
que decir. Camina, camina, y sus destinos saben
ya como el vino dulce sobre el que giró
nuestro baile.