En esta casa de ladrillos cada día más prietos, donde aún cabe
el tiempo que se expande con la agria cadencia del ojo por ojo,
luz por luz. ¿Cabe existencia más vengativa que esa
que devuelve la mirada hacia su origen y solo encuentra
tinieblas y pozos? Y que vuelve al día a día con el hombre
formado a la hechura de un negocio, guardando para sí
solo la locura metabólica de comer, la certeza de sentir que vivir
es hacer caso a un hambre tan misterioso como impropio de la vida.
Tozuda es la prosperidad del esclavo cuando el éxito es un llanto
que surge de surge de un abismo roto, de ese alimento oscuro
que nos devora. Aún cae el fruto porque brotan las semillas del suelo
como destellos que fallan y no cesan. Son desapariciones incompletas,
ruinas de otros mundos, restos de su propia entrega. Piedras.
Ved, lamenta la lluvia quien está de paso, quien tiene prisa
y en esa prisa prolonga la agonía de sus ancestros,
el miedo de su homo habilis, el nunca despertar
del pleistoceno. Nunca supimos habitar el lugar
en el que debimos permanecer. Cuando amanecía
en la casa vacía, siempre extraña, nunca mía. ¿Cabe pensar
que se puede morir tranquilo sin ser capaz de desear más
que lo vivido? ¿Es acaso un hombre quien toma por alimento
lo que no es más que el resto de su última entrega?
Hemos confundido la señal.