Nada se siente todavía. Dará tarde su luz este espejismo,
como tarde se cobijan los hombres empapados
cuando una lluvia densa moja el fondo de su ser
como si fuese único, crucial, como si quedase abierto
sobre el arco de lo visible y del poder. Así esperan,
porque en nada se presiente aún la ley no escrita
por la que un deseo de soledad recorre todo
cuando enmudece, coronada, la salvaje expresión
de las lentas caducidades. Sobra todo,
nada se siente al consumarse esta franqueza
y ya no rugen las cansadas cumbres del vacío.
Si acaso ceden sus laderas al fin de lo celebrado
como apartarán los hombres la vista de lo que aman
para observar el desastre como gárgolas desquiciadas. Aprieta
hacia dentro el sol y su entraña es la fuerza, la desdicha,
lo que perece en cada acto de ser, la necesidad del mal que esconde
la vergüenza. Esa raíz que arde de fiebre, llama que quema
pero que aspira, todavía, a ser ofrenda mayor que la destrucción.

De ahí la paz y la ira inextinguible, el poder transitorio
de todas las causas, las siempre huérfanas consecuencias, el destino,
momento de parar y entender que nada provocó nada,
que cada cosa permaneció siempre fiel a su eterno repetirse,
que no hubo un antes ni un después, solo un presente,
solo un día, solo mil capas de instantes superpuestos
para el mismo caer hacia dentro de uno. Cada uno
hacia su propia forma de cuajar esas lentas y pesadas
masas de tacto entre las manos. Fallo,
tal vehemencia adquiere esa idea en la mente de un dios
que nadie conoce la esfera perfecta, nadie desea. Tan solo arden
para sus adentros, se desploman, se hunden. Así el hoy
y así el mañana, como densos telones frente a los ojos. Allí
donde la búsqueda solo se halla a sí misma. Allí se vive
pero poco más que como un eco que se posee, que se acerca
ya para siempre absorto en la repetición de sus manías
al insistente designio de su vulgaridad: nada ni nadie puede llegar
a conocer la gran ignorancia. Así es, más hundido y más ciego,
el rito. Más hecho el reino de la vida al son antiguo
de la rabia interior. Esa fuerza despreciada y vergonzosa,
esa fuerza es un destino: error que mantiene intacto lo posible,
río cruzado de la materia que proclama y sucede.

Ahí el gran edificio, el edificio primordial que
expresa la esencia del todo, el edificio cuya geometría es el origen
de todas las geometrías. Ese cuyos bordes, cuyas molduras,
explican la realidad igual que se demuestra un teorema
con regla y compás. La única ley es la que decreta el caos,
la que convierte todo en deriva. Y no se ve el proceso, sino las
últimas líneas y la palabra no escrita que arranca la verdad
por la que todo se demuestra en un sinfín de rancios aposentos.

Ahí el estanque de sombras en el que se ahogan los nombres.
Y no hay más rabia de palabras porque nadie hacia sí crece
y la vida se sabe perdida. La historia empezó agotada
y los ojos ven ya solo prismas después de tanta muerte,
contratos detrás de cada rostro, disfraces de ideas y tedio,
tanto tedio, al convertirse todo en trabajo. Todo es valioso
todo rinde, todo produce, todo es la parábola de su agotamiento.
Y ya no hay ignorancia ni pecado, ni asombro ni miedo.
La vida se sostiene sobre peanas y pedestales,
es un brillo misterioso, inaccesible. Marchan erguidas
las penas como premios. No ríes ni apacigua este estruendo
la dulzura del olor reposado. Solo hay soledad
en cada frunce de materia, solo desgastado reposo,
hacha de piedra, hueso quemado, ofrenda solar,
un primer culto. Resuena el sonido más agudo y lacio
sobre la superficie más inabarcablemente plana, sin hueco,
sin recodo. Fiebre que sella el olvido del nacimiento,
membrana celular, lo primero, la fuerza contenida en un matiz
que respira y ahoga. Es esa oquedad imposible en lo que
se aplana hacia el infinito sin curvatura. O es la curvatura
invisible en la que la ley de creación no es la naturaleza
estable, sino la discrepancia entre lo que se percibe
y lo que sustenta.