La vida es lo oculto. Y lo desnudo, en ella, la pared opaca
y el viento que cierra de golpe la puerta en cada inicio.
Todo exterior. No es la ciudad, son las afueras. No es el uso,
es la herramienta. Tampoco es la boca, sino sus palabras
repetidas y ajenas. Vida exterior, siempre fuera
y sin querer cerrada sobre un mar de ausencia
como se cierne la noche sobre un cerro. Pues compartimos
el lenguaje de no ser lo que somos, la costumbre
de desconocer la vida menos vivida. Incluso ya,
incluso si los cuerpos exploran soledades que madrugan
y el abismo del desamparo es una amarga lactancia,
un pozo de leche negra, un modo de desistir, de remitir
esa niebla de presencia que son los cuerpos lejanos.
La mirada programada, la sonriente certeza de aceptar
las siempre distantes compañías, el siempre nadie
en sus haceres, en sus estares, como una incesante
calumnia de barro, por la tierra incauta en la que es olvido
lo que aparece cada instante. Ser la brevedad, esa paciencia
inerte que deja un cansancio infinito, la descarriada lentitud
de esos remolinos de vida que solo hieren. Fatiga soberana
sobre la que solo es puro el más frágil de los recuerdos.

Es de noche.

Y aún cuando los magmas permanecen quietos, cuando el fuego
arde para sus adentros olvidando la función del frío,
falta el rito sedimentario de la voz amiga. Las palabras
son las sombras de las cosas, el eco de la costumbre
que nos habita, la pronunciada enfermedad que nos merma
porque cala en nuestros huesos un presente avaro. Demencial
nido de urgencias, frondosa deslealtad de tanto hecho vivido
que entra en nuestra casa para echarnos de ella. Y que forma
lentamente una dureza sin sentido. Muros de piedra somos
en los que surgen lentamente nuevas cavidades.
Porque la vida solo esconde, es una resta,
un impuesto que se paga cada día, un tribunal de silencio
ante el que agonizan las nuevas buenas intenciones,

un vacío indomable, esa carcasa de fuego, lo áspero
en el fondo de esa muchedumbre de soledad que somos

cuando podría ser una verdad inagotable
aquí, ahora. En su gracia redentora. Nada pura.
Solamente nada sola, perdida, incapaz de anular
ni un solo poder. Una nada que reina desquiciada.
Su crueldad es la del miedo a ser destronada,
la encarnación del tedio. Pues es fácil existir.
Y es tan frágil esa nada que en cada uno de sus poros
habita un todo. Esa nada sutil tiene una forma, una esencia
más simple que la muerte abstracta que le espera
y por eso escapa, como el agua entre los dedos
y el aire entre las fauces, hacia un nuevo presente
sin que valga más fuerza de consolidación
que su propia ligereza. Ningún peso, ningún gasto, solo el vacío,
de esa energía negra, el eco insondable que desatan
las profundidades perdidas. Es el fondo en el que cada vida
encuentra su inconsciencia. Vacío, uso. Y a partir de ahí
todo es poder pero nada se cumple. Esto se parece,
esto se diferencia, pero nada brota aún de la vida
hacia la vida. Por eso es la ausencia la fija urdimbre
que une a los seres. No es donde surge ni el tiempo, ni la semejanza,
sino un llanto telúrico. Una locura. Solo la ignorancia que te endurece
cuando las hordas de testarudos replican. Y merece droga la ceguera,
cristal de savia, ansias de chupar, frote denso donde todo se frunce.

Vienen, como se arrastran las masas de lodo,
como se retuercen las serpientes llenas de semen.