Cambia siempre de brote el ansia de crecer
porque la paciencia de sanar descarta la savia reseca,
afanosamente convencida de no ser ya corteza,
no muñón ciego que agota otra esencia ilusionada,
fuerza aún no apagada en esa desesperación
de volver a nacer desde antes, una y otra vez,
hacia otra juventud y otra verdad. Mas no hay remedio
en este horror de cansancio y despedidas,
no es la tardía pubertad de las causas perdidas:
no hay curación, solo gangrena y muerte.

De qué vale vivir si es para ocultar la voz
en el fondo de un abismo, sin la agotada constancia de resurgir
entre tu piel de alga, como un misterio sumergido
por la esbelta fundación de las clausuras. Y emerger
siendo arena, ladera, llanto, musgo, páramo y sequedad
recóndita y cuarteada. Esa muerte. Lo más
verdaderamente vivo. Te has dejado atrás.
Te has dejado atrás. Hexis. Una réplica.
Como la paz desierta en su agonía
cuando los rostros claudican
y al alba desciende la desidia.

Ser lo otro, lo olvidado,
el propio olvido que dura siempre más que
todos los recuerdos. Yo también sentí
esa sensación milagrosa,
pero también es milagro lo que la agota.

Ceniza, que en el angosto éxtasis de su resurrección
mantiene todavía intacta la íntima vibración de la muerte. Así
cuando el acto de regresar la vida cierre el círculo que conviene
al apogeo de las materias y al manantial de angustia que,
por el cumplimiento disciplinario de los ritos
y por la carne fiel a su costumbre
y por la mansedumbre de la herramienta en su uso,
dará al placer la consistencia del sitio de paso.

Esa hoguera de plomo, ese altar de espejismos y hormigón
donde un demonio solo reza, fiel a ese dolor.
En St Mary Woolnoth, quizás algún octubre.

Ni recibimos de la historia la vida
ni daremos al tiempo la nuestra. Tierra somos,
inundada de voces, tierra en la que se hunden los caminos
vibrando en ella silenciosos. Donde hay varado un cuerpo de humo,
tan vacío en ella el tiempo y su contorno. Apretado, difuso,
estrecho cauce de ceguera y raíz. Habitada ley
en la más estricta de sus formas ese lecho, como vertiente
por la que ella misma reina presa de gozo y ruina,
sin saber ni lo que ordena, apenas fingiéndose esclava
de una voluntad imprecisa, vaga, que no intuye su libertad
porque ignora que su profundidad es un camino.

En la desgracia de lo cercano y de la unión, el mundo ya solamente
es el continuo olvido de las fuerzas que actúan,
el resto siempre fugitivo, una transparencia extrema
que se extiende sobre esa gran meseta del ser
en la que inerme aún flota una membrana de luz y deseo.
Piel que atardece, norma del día que parece no terminar nunca
y de la mentira preocupada de los amaneceres que se alzan
no ya sobre la existencia, sino sobre sí mismos,
pero sin materia ni pulso de tanta energía perdida
al pisar el fango de ver en tal delicada oscuridad.

Manto agrio con vetas de sangre, sin sustrato, astro lívido,
llanto telúrico, cuerpo sin piel, relámpagos
y fuego que en su mayor densidad es oscuro antagonismo,
ahogada entraña solar, un coágulo, su endémica sequía,
camino, polvo, destierro de quien levantó la piedra
del fuego helado. Llámate hermano, o primo,
allí en tu casa descansan los aperos de los muertos,
que son ya una herencia sin augurio. Eso hemos hecho.

Y así, tan lento, el movimiento aterroriza a la piedra aún entera,
santo miedo que solo su pesadez hace calma. Tierra,
historia, entraña que se desconoce
como se desconocen las madres que ven a sus hijos
con los ojos del mundo. Jamás ya con el descaro de la vida.

Y morimos de nuevo sin cantar.