Esta voz que se suma al silencio, qué es, qué dice.
Voz detrás de tanto tiempo y de la nada,
que grita como grita lo que se rechaza como único
dentro de uno. Esa verdad que cuando no miente
solo descubre lo que ya se sabe. Y miente siempre,
como miente este cuerpo que ya no es cuerpo, solo hazaña,
infantil vagancia de partículas sin fuerza para dispersarse,
mera dejadez de la materia, alarde de necia alborada.

Fuiste mi llegar tarde, mi pelo, mi vergüenza,
y yo un portón trasero ya cerrado entre columnas,
mareado, soñoliento. Tu voz esa fachada grande, blanca y soleada,
el mundo entero irradiado. Quise llevarte a ese jardín de pérgolas
donde las aves esperan el ocaso y te hablé del pasado.
Hampstead. Habríamos sido felices viviendo allí. Allí supe
que no hay un mundo más bello que este. Pero no es mío.

No nuestro.

Un día me viste volver. Tus ojos fueron buques de acero.
Pozos hondos en los que nada fluye, nada pasa, nada sale.
Donde el alma, dada, como si de un pudrimiento aflorase
la niebla plomiza en la que todo estancado,
nos hace respirar el aire de todas las muertes,
como una corona de nada y vacío. Necesidad, respiración separada
de lo incompleto, posibilidad aún no creada. Porque
negamos por interés, abandonamos a quien nos ama
cuando no compensa su cariño entre otras cosas, pues
es una resta lo que importa, un número ahorcado
en la repetición de los días, y así la vida no se abre
a un más allá más si no es rompiendo un nudo de estancias
en las que no hay lugar para los que recuerdan. Pero la ausencia
es una voz profunda.

Si hay un lugar que dios nunca abandona, un concentración exacta
de latidos que se filtran dentro de sí y siempre por sí mismos,
silenciosamente dados como la ley mínima y única del todo
que reina en soledad donde nada queda. Donde no existió el atardecer
y el pasado era la premonición de la bruma, el son tardío de lo transitorio.
En esas esferas sutiles que a las puertas del tiempo y la quimera
abrigan capas de abrazos entrecortados como promesas de vida,
abiertas como flores en el umbral del conocimiento y que dicen:
todo está en la mente. Y que de repente se convierten en escamas.

Estas palabras, el miedo, su cuerpo. No dejan de ser verdad,
porque no es menos cierta la vida que se planta a medias.
Como no es menos cierta la brisa cansada de los nombres
que cicatrizan como deseos sin fondo y encierran el ser
como cláusulas de un gran contrato, pacto de una firma
que nos esparce sobre algo más cabal que la existencia.
Como la luz que llena el campo que atraviesan
animales que descuidan la fortuna condenados
a llegar al momento de mirar de frente la nada,
mera rabia material de un dios que calla, que solo limita.

Esta voz que se asoma a ese silencio y enmudece culpando
la cómoda retirada de ese creador que no consagra su misterio
sino que lo agota, abandonando todo a sí mismo y exigiendo
fe en todo: en un cuerpo y una mente que se resumen en nada
y que son la peor de las creencias. Sus vagos arrebatos,
sus guardados dolores. La humana ciencia
por la que naufraga en lo real el barco de nuestra mirada,
escorándose lentamente hacia la nada más clara,
encallando en un pedestal de rocas, absorta en ese cuerpo
póstumo y baldío que aún revolotea entre danzas antiguas
y que con átomos de desvanecida energía
llega tarde siempre a todo.

Aprieta, agarra firmemente.